HECTOR FAUNDEZ L.
El decreto que declara la emergencia económica y el estado de excepción recién dictado por el gobierno nacional se fundamenta en circunstancias de suma gravedad. Como justificación, el citado decreto hace referencia al “descontento popular contra el gobierno”, al “clima de incertidumbre en la población”, al “desabastecimiento y la inflación inducida” (sic), a la “disminución sensible de la disponibilidad financiera que permita atender las más urgentes necesidades del pueblo venezolano”, a la conducta de los representantes de la oposición “promocionando la interrupción del período presidencial” (aunque se omite decir que eso se hace de acuerdo con los procedimientos previstos en la Constitución), a “la agresión económica nacional y extranjera”, a la “agresión injerencista” de Estados Unidos, al ataque desconsiderado de la naturaleza que “ha generado la crisis climática más difícil de la historia de nuestra patria” (como si el fenómeno de El Niño no tuviera carácter cíclico y no afectara por igual a otras naciones), al “bachaqueo” y las “colas inducidas” (sic) que han generado malestar en la población, a la existencia de “grupos criminales armados y paramilitarismo extranjero”, y a “los ataques a la economía nacional y a la estabilidad democrática”.
De ser ciertas, esas circunstancias hacen de Venezuela un Estado fallido, incapaz de garantizar la satisfacción de necesidades básicas de su población, el funcionamiento de sus instituciones y la seguridad del Estado. En los términos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del cual Venezuela es parte, algunas de ellas permitirían declarar el estado de emergencia y suspender algunos de los derechos consagrados en el referido tratado, siempre que se cumpla con determinados requisitos de estricta necesidad, proporcionalidad y temporalidad soslayados por este decreto.
Hay que observar que, entre las circunstancias alegadas por el decreto de marras, el descontento y la incertidumbre en la población son la reacción legítima a medidas políticas desacertadas que, a la vez, son las que han generado el desabastecimiento, la inflación y las colas. Otras circunstancias han sido auspiciadas por el propio gobierno (como la existencia de grupos criminales armados), o han sido propiciadas por este (como es el caso del “bachaqueo”), o son una consecuencia lógica de la vida en democracia (tales como la crítica política y la promoción del referéndum revocatorio), o son el producto de la mente afiebrada de quienes nos gobiernan, capaz de crear enemigos imaginarios como la agresión económica, el “paramilitarismo” extranjero o la agresión de Estados Unidos. En otros casos, como la caída de los precios del petróleo o el fenómeno de El Niño, se trata de hechos perfectamente previsibles que, de haberse tomado las medidas oportunas, no deberían haber generado ninguna crisis, como no la han generado en otros países productores de petróleo o en otros países azotados por la naturaleza.
En la relación de supuestos hechos que justifican este decreto no faltan expresiones genéricas inaceptables en un documento oficial, que debiera haber sido preparado con seriedad. No se menciona un solo hecho concreto mediante el que sectores de la oposición hayan pretendido “menoscabar la voluntad popular”, “asediar a los poderes públicos” o “someter a zozobra a los venezolanos”. Sin identificarlos, se hace mención a “ciertos” sectores “opuestos a la gestión de gobierno”, como si eso fuera un delito, o como si los venezolanos debieran aceptar pasivamente que se les conduzca al precipicio. El decreto esconde que, como fruto de las expropiaciones en los sectores agrícola e industrial, buena parte de la economía está en manos del Estado, por lo que es este el que debe producir los bienes que requiere la población; sin embargo, sin identificarlos, se culpa a “ciertos agentes económicos” de la falta de acceso de los venezolanos a bienes y servicios esenciales, del “bachaqueo” y de las colas.
No hay nada extraordinario que justifique el Estado de excepción. A todo lo alegado como justificación de este decreto podría hacerse frente con las atribuciones ordinarias del gobierno de un Estado democrático. Lo que está en juego no es la adopción de medidas que enmienden el rumbo de la economía, que desmantelen una “nueva” conspiración o un “nuevo” intento de golpe, que hagan frente a una invasión de Estados Unidos, o que hagan que la naturaleza nos obedezca. Con este decreto tampoco vamos a combatir enemigos reales como el narcotráfico o la corrupción. De lo que se trata es de buscar nuevos pretextos para restringir aún más nuestras libertades, cercenar las atribuciones de la Asamblea Nacional, y tratar de impedir que, de acuerdo con la Constitución, se pueda consultar a los venezolanos si desean revocar el mandato de Nicolás Maduro como presidente de la república. De lo que se trata es de impedir que los venezolanos puedan intercambiar informaciones e ideas sobre la crisis que nos agobia, o que salgan a la calle a gritar su rabia y su frustración con un gobierno irresponsable. Este decreto no es más que el odioso disfraz de una tiranía que ya no puede ocultar su condición de tal.
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