Jorge Edwards
La Segunda
El Mercurio Mayo 5, 2016
Los aniversarios sirven para leer y releer, para descubrir y redescubrir. Lo más interesante es el redescubrimiento, la relectura: Cervantes y Shakespeare, pero también las constelaciones, las afinidades y las contradicciones. Víctor Hugo sostiene que Shakespeare y Cervantes, pero también una larga lista que comienza con Homero, con Job, con Esquilo, son escritores océanos, escritores sin orillas, llenos de sectores de una profundidad insondable: monstruos marinos, nubarrones inalcanzables, laberintos y cavernas. El Shakespeare de mi generación fue, en los comienzos, el de las grandes películas inglesas. Sobre todo el del Hamlet de Lawrence Olivier, que llegamos a conocer de memoria en el Santiago de fines de la década de los cuarenta y comienzos de los cincuenta. Recuerdo un atardecer en una casa del barrio de La Reina, en los faldeos de la cordillera de los Andes, y la entrada repentina al salón de Lawrence Olivier y Vivien Leigh, silenciosos, algo hieráticos, quizá no acostumbrados al exceso de realidad sudamericana. Habían sido invitados hasta el lejano Chile por el Instituto Británico de Cultura y ahí estaban, frente al fuego de una chimenea, sometidos a nuestras miradas y a una que otra pregunta ingenua.
Ahora, con mi memoria difusa, con un inglés necesariamente insuficiente, releo Hamlet con sumo cuidado, con el máximo de atención, y me llevo algunas sorpresas. El fantasma entra de inmediato en escena, mucho más rápido de lo que recordaba, y plantea de inmediato una situación extrema: asesinato de un hermano, usurpación del poder, incesto. “Sábanas incestuosa”, dice el texto, y la cara del fantasma, que alcanzamos a divisar, que en alguna forma adivinamos, está martirizada, deformada, marcada por un halo de sangre. En el Quijote también hay fantasmas, sobre todo en el interior de la cueva de Montesinos, sobre todo hay cuerpos, huesos, pelos, barrigas, espaldas y piernas lastimadas. Los dramas de Shakespeare son dinásticos, homicidas, abismales. En su orientación general, la escritura cervantina es más amable, más risueña: a menudo es crepuscular, pero no se complace en el negro absoluto, en los sentimientos vengativos, en la condena sin atenuantes. No sé a qué se debe esta diferencia. No tengo una explicación suficiente. Observo en cualquier caso que la acción transcurre en el extremo norte: en Dinamarca, en Noruega. Y “algo está podrido en el Reino de Dinamarca”. Es decir, el espacio teatral es un norte neblinoso, espectral, carcomido. Debo reconocer que tampoco había comprendido en forma cabal, en todo su detalle acerado, en su severidad y su crueldad, la función de la obra de teatro adentro del teatro: comienza con un breve espectáculo de pantomima, que ya lo dice todo, y sigue con palabras que parecen latigazos, pedradas. La indecisión del joven príncipe se explica: está colocado frente a un dilema terrible, de vida o muerte, y no es extraño que “la conciencia lo haga cobarde” y nos haga cobardes a todos. En mi experiencia de años he seguido con el Rey Lear, con la maravillosa Cordelia, con los horrores de Macbeth, hamletianos a su manera, con La Tempestad y con Romeo y Julieta. Mi conclusión personal es que sería conveniente leer a Cervantes para soportar los puñales sanguinolentos del inglés y de algunos de sus
contemporáneos, Christopher Marlowe entre ellos. La versión shakespeariana del poder y de sus entresijos, sus intrigas, sus traiciones, es negra, con escasos paliativos. Necesita asimilar ingredientes de la Ínsula Barataria para que resulte un poco más amable. Pero la isla inglesa es conocida por su humor, por su sonrisa, y nosotros, los hispánicos, por nuestra furia, por la sangre en los atardeceres taurinos. ¿Es un equívoco, una simplificación, una caricatura? Son cuestiones de punto de vista. No falta el humor en el teatro de Shakespeare, pero es casi siempre basto, turbio, delator de crímenes ocultos. Shakespeare, claro está, sabía introducir momentos menos ásperos. Era un poeta superior. Además, era actor en sus propias obras, y sabía modificarlas y adaptarlas en función de los gustos de su público. Al final de su vida se retiró de las tablas y se dedicó a cultivar las flores de su jardín. Cervantes, en cambio, no tuvo respiro. Su despedida de la vida, en la dedicatoria y en el prólogo del Persiles, es de lo más conmovedor que se ha escrito en cualquier literatura. Creo que Shakespeare, en cambio, no se despidió nunca de nadie en forma expresa. Se apartó en silencio, y ese apartamiento fue más elocuente que miles de palabras. No comparo con ánimo de competencia. Lo hago con sentido de la literatura, con admiración muda, compartida, insuficientemente manifestada. Escritores oceánicos, declaraba Víctor Hugo, admitiendo sus límites personales, mencionando a Esquilo junto a Homero, a Lucrecio, a Dante Alighieri, y razones no le faltaban. Yo salgo en busca del Inca Garcilaso.
Ahora, con mi memoria difusa, con un inglés necesariamente insuficiente, releo Hamlet con sumo cuidado, con el máximo de atención, y me llevo algunas sorpresas. El fantasma entra de inmediato en escena, mucho más rápido de lo que recordaba, y plantea de inmediato una situación extrema: asesinato de un hermano, usurpación del poder, incesto. “Sábanas incestuosa”, dice el texto, y la cara del fantasma, que alcanzamos a divisar, que en alguna forma adivinamos, está martirizada, deformada, marcada por un halo de sangre. En el Quijote también hay fantasmas, sobre todo en el interior de la cueva de Montesinos, sobre todo hay cuerpos, huesos, pelos, barrigas, espaldas y piernas lastimadas. Los dramas de Shakespeare son dinásticos, homicidas, abismales. En su orientación general, la escritura cervantina es más amable, más risueña: a menudo es crepuscular, pero no se complace en el negro absoluto, en los sentimientos vengativos, en la condena sin atenuantes. No sé a qué se debe esta diferencia. No tengo una explicación suficiente. Observo en cualquier caso que la acción transcurre en el extremo norte: en Dinamarca, en Noruega. Y “algo está podrido en el Reino de Dinamarca”. Es decir, el espacio teatral es un norte neblinoso, espectral, carcomido. Debo reconocer que tampoco había comprendido en forma cabal, en todo su detalle acerado, en su severidad y su crueldad, la función de la obra de teatro adentro del teatro: comienza con un breve espectáculo de pantomima, que ya lo dice todo, y sigue con palabras que parecen latigazos, pedradas. La indecisión del joven príncipe se explica: está colocado frente a un dilema terrible, de vida o muerte, y no es extraño que “la conciencia lo haga cobarde” y nos haga cobardes a todos. En mi experiencia de años he seguido con el Rey Lear, con la maravillosa Cordelia, con los horrores de Macbeth, hamletianos a su manera, con La Tempestad y con Romeo y Julieta. Mi conclusión personal es que sería conveniente leer a Cervantes para soportar los puñales sanguinolentos del inglés y de algunos de sus
contemporáneos, Christopher Marlowe entre ellos. La versión shakespeariana del poder y de sus entresijos, sus intrigas, sus traiciones, es negra, con escasos paliativos. Necesita asimilar ingredientes de la Ínsula Barataria para que resulte un poco más amable. Pero la isla inglesa es conocida por su humor, por su sonrisa, y nosotros, los hispánicos, por nuestra furia, por la sangre en los atardeceres taurinos. ¿Es un equívoco, una simplificación, una caricatura? Son cuestiones de punto de vista. No falta el humor en el teatro de Shakespeare, pero es casi siempre basto, turbio, delator de crímenes ocultos. Shakespeare, claro está, sabía introducir momentos menos ásperos. Era un poeta superior. Además, era actor en sus propias obras, y sabía modificarlas y adaptarlas en función de los gustos de su público. Al final de su vida se retiró de las tablas y se dedicó a cultivar las flores de su jardín. Cervantes, en cambio, no tuvo respiro. Su despedida de la vida, en la dedicatoria y en el prólogo del Persiles, es de lo más conmovedor que se ha escrito en cualquier literatura. Creo que Shakespeare, en cambio, no se despidió nunca de nadie en forma expresa. Se apartó en silencio, y ese apartamiento fue más elocuente que miles de palabras. No comparo con ánimo de competencia. Lo hago con sentido de la literatura, con admiración muda, compartida, insuficientemente manifestada. Escritores oceánicos, declaraba Víctor Hugo, admitiendo sus límites personales, mencionando a Esquilo junto a Homero, a Lucrecio, a Dante Alighieri, y razones no le faltaban. Yo salgo en busca del Inca Garcilaso.
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