VICTOR LAPUENTE GINÉ
EL PAÍS
Grecia, 480 antes de Cristo. Una tormenta de polvo y sangre avanza por el desfiladero de las Termópilas, sobre los cadáveres de Leónidas y sus legendarios 300. Navíos persas se acercan por el Egeo agitando sus tentáculos de madera. Nubes de flechas cubren el sol. Por tierra, mar y aire, el rey Jerjes despliega el ejército más grande que ha visto el mundo antiguo. Una procesión de muerte aplastará las ciudades-Estado griegas. Han osado rebelarse contra un imperio que se extiende de Egipto a la India.
Ha sido un verano de Juegos Olímpicos. Pero los dioses del Olimpo, que 10 años atrás habían ayudado a los griegos a frustrar la invasión del rey Darío en la batalla de Maratón, parecen haber abandonado ahora a los suyos. Jerjes ha retomado el sueño vengativo de su padre. Y, esta vez, la suerte parece sonreír a los persas. En las Termópilas, un traidor les ha guiado secretamente hasta la retaguardia griega. Y, tras tres días de heroica resistencia, los espartanos son masacrados. Se cumple la profecía del oráculo de Delfos: morirá el rey de Esparta, descendiente de Hércules. Anticipando una muerte segura, Leónidas se había llevado solo a soldados que dejaran hijos vivos.
Acorralada, Atenas es un coro trágico de voces discordantes. El cálculo frío invita a la rendición. La emoción caliente exige un combate terrestre, como en Maratón. Temístocles toma la palabra, señalando un camino intermedio, astuto y a la vez pasional. Exige un sacrificio extremo: evacuar la amada Atenas, que será destruida por los persas, y refugiarse en la isla de Salamina. Sabedor de las ansias persas por una victoria rápida, Temístocles les invita a una batalla naval en el estrecho de Salamina. Allí, los barcos persas pagarán su superioridad numérica, bloqueándose unos a otros. Y las naves griegas compensarán su inferioridad con solidaridad y patriotismo. Temístocles había creado una flota abierta a unas clases populares que, hasta entonces, habían visto pasar la historia a su lado, pues incluso en Maratón el protagonismo había sido para la aristócrata infantería. Sintiéndose héroes, los empoderados marinos griegos se lanzaron con furia contra los más numerosos barcos persas, demostrando que la fuerza colectiva puede ser más que la suma de los individuos. Su victoria salvó la incipiente democracia ateniense y cambió el curso de la historia.
Salamina fue el resultado de un equilibrio de virtudes. Temístocles ajustó los valores que, gracias a pensadores posteriores, conocemos como las cuatro virtudes cardinales: el coraje, la templanza, la prudencia y la justicia. Coraje para pelear contra el más fuerte; templanza para dejar que Atenas ardiera; prudencia para buscar el combate en circunstancias favorables, y la justicia de hacer frente al opresor. Si se hubiera dejado llevar por una sola virtud, Temístocles habría fracasado. Porque seguir una sola virtud es un vicio. Temístocles se basó en la experiencia —había sido general en Maratón— pero no se dejó arrastrar por el pasado e ideó una respuesta nueva. Conocía los números, pero también el poder de la motivación para ir más allá de lo que está escrito. La victoria de Salamina no fue épica ni estratégica, sino una sinergia de ambas. Una estrategia épica.
¿Qué hubiéramos hecho nosotros? Si Atenas hubiera estado gobernada por nuestros dirigentes actuales —y asesorada por economistas y politólogos con nuestros másteres en Prudencia y sofisticados cálculos estadísticos— no habríamos combatido en Salamina. Los datos lo habrían desaconsejado. Nos hubiéramos sometido al Imperio Persa no en 480, sino ya años atrás, cuando el rey Darío había enviado a sus embajadores, a sus hombres de negro, pidiendo tributo a las ciudades-Estado griegas. No podemos frenar las fuerzas de la historia; No Hay Alternativa, declamaríamos frente al irritado populacho ateniense. Dedicaríamos nuestros sesudos intelectos a conseguir unos buenos términos de rendición para la economía del país. Y, de paso, para nosotros.
Por fortuna, Temístocles y los dirigentes griegos no se dejaron llevar solo por sus analistas. De hecho, eran los persas quienes podían pagar a los mejores expertos e ingenieros, como los que construyeron el canal y el puente móvil que permitieron a las tropas de Jerjes cruzar de Asia a Europa. Y, curiosamente, el círculo de Jerjes destilaba la misma arrogancia de los expertos que la Administración de Kennedy-Johnson en Vietnam o la de Bush en Afganistán-Irak: ¿cómo es posible que los pobres atenienses no se rindan dada su manifiesta inferioridad?
Los griegos tenían analistas, pero también poetas. Papeles académicos, pero también poemas homéricos. Narraciones que transmitían los códigos morales del pasado y los adaptaban a los dilemas del momento. Obras de ficción que ayudaban a entender cómo aquello que nos hace mejores, como el coraje de Aquiles, también nos puede viciar, desencadenando desgracias colectivas. El naciente teatro griego permitió a los ciudadanos empatizar con sus enemigos, poniéndose en la piel de los persas; cuestionarse a los líderes heroicos; y confiar en sus propias fuerzas. Los análisis militares, o económicos, son importantes, pero el guion moral de una sociedad lo escriben sus artistas y pensadores. El arte deposita en nuestras conciencias imágenes sobre qué es lo correcto y lo incorrecto. Imágenes que sedimentan y moldean nuestro comportamiento.
Los retos de la globalización —menos sanguinaria que el ejército de Jerjes, pero percibida por muchos como una invasión— exige también una estrategia épica. Que ofrezca, y que pida, a los ciudadanos prudencia, coraje, templanza y justicia. Que combine la evidencia del pasado con la visión de un futuro no escrito. Que empodere a quienes ahora se sienten víctimas de unas fuerzas que no pueden controlar para que tomen las riendas, o los remos, de su destino.
Nuestros políticos no leen poesía. Y nuestros poetas y escritores parecen más inclinados a hacer análisis políticos —algo para lo que no están preparados y donde suelen cometer errores de bulto— que a representar en carne y hueso los grandes conflictos morales que luego rumiaremos todos. Tenemos vívidas narraciones de la miseria humana, de la crisis económica y de la corrupción política. Venden bien, porque los retratos de los vicios humanos, por comparación, nos hacen sentir mejores. Pero andamos escasos de imágenes de la grandeza humana. Venden mal, porque los relatos de las virtudes humanas, por comparación, nos ponen frente al espejo de nuestras carencias. Tenemos mucha ficción oscura e individualista. Pero poca ficción esperanzadora y trascendente de la que necesitamos para recomponer una sociedad fracturada. Faltan poetas de Salamina.
Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario