TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
I. Cada día es más común, al menos en Caracas, encontrarse a gente comiendo directamente de las bolsas de basura colocadas en las calles para su recolección. Es una de las más tristes evidencias de la tragedia que está viviendo la sociedad venezolana ahora que la nación entera, sin distingos de clase, comienza a cosechar los desafueros de casi dos décadas de sometimiento a ese exabrupto histórico autodenominado socialismo del siglo XXI.
Es cierto que esto ha ocurrido y ocurre en otros países. Pero ese cuadro, salvo cuando se trataba de personas con adicciones o demencia, que escarbaban en la basura buscando objetos aprovechables, lo que se conocía como “recogelatas”, jamás lo habíamos visto en Venezuela. Y verlo ahora, justo cuando se supone que tenemos un gobierno que vino precisamente a luchar contra las desigualdades sociales, a darle al pueblo la “mayor suma de felicidad posible” –como decía el demagogo que nos gobernó quince años– no tiene perdón de Dios.
He observado a estos comensales con tanta prudencia como respeto. Incluso he conversado con algunos de ellos. La mayoría son hombres. Tienen entre 25 y 50 años. Están en sus cabales. Algunos son evidentemente de origen clase media y les avergüenza lo que están haciendo. Pero, así de simple, llega la hora del hambre, no tienen dinero para comprar comida, y la bolsa de basura negra de polietileno es su única salida. Uno de ellos, que aguarda todas las noches frente a una pequeña tasca de Chacao a la espera de que saquen la bolsa de basura, me lo explicó con la mirada de alguien que quiere comunicar que aún no ha perdido la dignidad: “Prefiero comer de la basura que pedir limosna”.
II. Lo de la gente hurgando en la basura, además de lo triste y cruel, y de los riesgos por enfermedades que están en juego, se ha convertido en un problema público. En la urgencia, los “comensales” sacan otros desechos de las bolsas, los tiran a los lados y no los vuelven a recoger. Por eso ahora las calles de muchas urbanizaciones de Caracas pasan todo el día llenas de basura derramada y, por supuesto, de moscas y gusanos, pues las empresas encargadas no la pueden recoger.
Antes, al menos en Colinas de Bellos Monte, donde vivo, la amenaza a la basura eran los perros. Había una jauría de perros callejeros que rompían las bolsas buscando comida. Pero ahora los perros, dicen, han desaparecido. Entre las tantas leyendas urbanas que las nuevas condiciones de vida hacen surgir circula la idea de que fueron envenenados por los comedores de basura que encontraban en ellos una fuerte competencia. La idea es macabra. Pero lo cierto es que los perros, salvo excepciones, ya casi no se ven. Seguramente ha funcionado la selección natural. El reino del más fuerte.
III. Algunas personas generosas tratan de poner orden en la tragedia. Por ejemplo, en uno de los restaurantes a cuyo frente aguardan todos los días unas ocho personas que comparten su cena de la bolsa negra, colocada en la calle a eso de las 9:00 de la noche, el equipo de la cocina trata de colocar los desechos aún comestibles en bolsas aparte para que no entren en contacto con, por ejemplo, el papel sanitario usado y los hambrientos puedan comer lo más sano posible.
IV. Escribo esta nota porque ayer vi a uno de los perros de la jauría que meses atrás recorría la zona. Era un perro vistoso. Una mezcla de pastor alemán con alguna otra raza cercana. A todas luces el líder de la manada. Nunca atacó a nadie, pero miraba con algo de superioridad y un poco de desprecio a nuestras mascotas pequeñas. Ahora anda solo. Cabizbajo. Como los perros que han sido apaleados por largo tiempo.
No tiene seguidores. Luce famélico. La piel de los costados deja ver una a una sus costillas. Me miró con la tristeza de los perros tristes, que es como la de los burros peruanos, de la que hablaba el poeta César Vallejo. Ahora escribo en mi casa tan triste como él. Pensando que hasta los perros son víctimas del socialismo del siglo XXI. No lloro porque, como decía mi abuela paterna, los hombres no lloran. Pero sí.
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