Luis Almagro
Fue el 11 de septiembre de 2001, el día de los ataques terroristas en Washington y Nueva York, cuando los países del hemisferio firmaron la Carta Democrática Interamericana. (CDI).
El documento fue motivado por la necesidad de dar respuesta a crisis menos tradicionales. Teníamos experiencia en la región con interrupciones al orden democrático causadas por un clásico golpe de Estado y en 1991 se había aprobado la resolución 1080 de la OEA que instaba al Secretario General a actuar inmediatamente junto a los órganos de la Organización para facilitar soluciones.
No poseíamos similar experiencia con crisis en las cuales la suspensión, desmantelamiento o ruptura del orden constitucional fueran producidos por un presidente con legitimidad de origen, es decir, que hubiera llegado al poder por medio de elecciones libres y competitivas.
El caso emblemático fue el de Perú en 1992, razón por la cual la Carta se firmó en Lima nueve años más tarde. Su presidente de entonces, Alberto Fujimori, quien había sido democráticamente electo en 1990, disolvió el Congreso, suspendió la constitución y removió de sus funciones a más de una centena de jueces y fiscales.
Durante aquella crisis, Brasil, Costa Rica y Argentina retiraron sus respectivos embajadores. Este último y Chile solicitaron la suspensión de Perú de la OEA. Panamá y Venezuela, por su parte, rompieron relaciones diplomáticas. La Organización se involucró activamente, denunciando los hechos, promoviendo diálogos, mediación y una salida a la crisis. Pero no poseíamos un instrumento para abordar esta nueva modalidad de ruptura democrática.
Para tal objetivo fue escrita nuestra Carta Democrática, la que he llamado en varias ocasiones “Constitución de las Américas”. No es un documento que haya sido impuesto. Los Estados miembros eligieron firmarla y así unirse al consenso sobre los principios que definen quiénes somos, en qué creemos y cómo interactuamos unos con otros.
La CDI nos dice que las libertades fundamentales, los derechos humanos y la democracia no existen sólo cuando es conveniente. Nos recuerda que si existen violaciones a esos derechos, es nuestra obligación señalarlas. Y nos indica que si estamos comprometidos con la protección de los principios y la práctica de la democracia en el continente, debemos estar dispuestos a actuar.
La inspiración y guía de la CDI es permanente. Debe ser usada, cual brújula que nos señala el camino correcto y nos marca las diferentes etapas de ese recorrido. Así fue como fue aplicada en crisis anteriores, como la de Venezuela en 2002, frente al intento de golpe contra el Presidente Hugo Chávez, y en Honduras en 2009 ante el derrocamiento ilegal del Presidente Manuel Zelaya.
Como Secretario General estoy obligado a ser fiel a la letra y el espíritu de la CDI. Por tal razón he invocado su articulo 20 para la situación de Venezuela hoy, identificando las serias alteraciones al orden constitucional y proponiendo al conjunto de los Estados miembros de la OEA recorrer las etapas que nos marca la Carta.
La situación en Venezuela es grave. Baste decir aquí que en ese país hermano el Poder Ejecutivo tiene férreo control del Poder Judicial, con el cual bloquea el accionar del Poder Legislativo. En otras palabras, si Fujimori cerró el Congreso en 1992 enviando tanques, el gobierno de Maduro lo esteriliza con sentencias judiciales de un Tribunal Superior de Justicia que controla a discreción. El mismo sistema judicial, en la figura del Consejo Nacional Electoral, demora la verificación de firmas necesarias para la realización del referéndum revocatorio en 2016.
Como resultado, se ha erosionado la ciudadanía democrática. Se han perdido derechos fundamentales, al disenso político y la libertad de expresión, que se pagan con encarcelamientos arbitrarios, y el mismísimo derecho al voto, si continúa postergándose la realización del referéndum. En Venezuela el número de presos políticos continúa creciendo. Son líderes políticos, sindicales y sociales; estudiantes, intelectuales y periodistas; o bien ciudadanos y ciudadanas de a pie determinados a hacer valer las libertades perdidas.
Por estas razones y tras haberse aplicado la CDI para Venezuela, he dejado abierto el proceso de evaluación colectiva. Quedan pendientes los próximos pasos: seguir evaluando el contenido de mi informe de fecha 30 de mayo de 2016 por parte del Consejo Permanente, analizar los acontecimientos posteriores a esa fecha y decidir colectivamente qué camino tomar para ayudar a recomponer la institucionalidad democrática en Venezuela.
Somos demócratas por que no perdemos de vista que la política debe funcionar como un bien público; una vocación de servicio para el bien común. Cuando los Gobiernos y los políticos no cumplen con estas normas, los ciudadanos se frustran con sus líderes. Lo que hemos atestiguado en Venezuela es la pérdida del propósito moral y ético de la política. El Gobierno se ha olvidado defender el bien mayor, el bien colectivo.
El espíritu de la CDI es también consistente con la Declaración de Managua para la Promoción de la Democracia y el Desarrollo de junio de 1993. En ella, los Estados Miembros expresaron su convicción de que la misión de la OEA no se limita a la defensa de la democracia en los casos de quebrantamiento de sus valores y principios fundamentales, sino que requiere además una labor permanente y creativa dirigida a consolidarla, así como un esfuerzo permanente para prevenir y anticipar las causas mismas de los problemas que afectan el sistema democrático de gobierno.
En nuestra América, el camino democrático ha sido sinuoso, con frecuencia accidentado e inevitablemente prolongado y sufrido. La CDI nos llama a vivir en democracia, y nos indica que esos derechos y libertades deben ser protegidos entre todos. Seamos fieles defensores de la Carta, nuestra Constitución de las Américas. Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla.
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