Elias Pino Iturrieta
El título es de Chávez, mil veces repetido. La Constitución de 1999, cocinada en el horno de un cuerpo legislativo dominado por sus fuerzas, no solo conduciría a la regeneración de Venezuela sino que serviría también como modelo para la humanidad. Era el nacimiento de un portento, sobre el cual deberían correr cascadas de alabanzas mientras ocurría el deslave de Vargas. La suerte de los vecindarios inundados podía colocarse en segundo plano a pesar de su magnitud, porque debía privilegiarse la celebración de un manual de convivencia gracias a cuyo contenido se iniciaba la etapa dorada de Venezuela. Se vivía una fiesta cuyo anfitrión era el gozoso comandante, quien había jurado su cargo ante una “Constitución moribunda” que ahora reemplazaba por un texto insuperable.
Nicolás Maduro se sumó al coro de los entusiasmos. Su voz fue una de las más sonoras en el repertorio de los que aparecían en la feria cívica. Había participado en su hechura como miembro del Legislativo. También era uno de los padres de la criatura, un fragmento de la fuerza de sus luces se podía encontrar en los contenidos del documento. Si no sus luces, para no exagerar, algo dijo porque lo mandaron a decir, o porque tuvo algún arrebato de creatividad, y pudo estampar la firma en el pie del texto. Si nos ponemos a revisar la lista de los parteros, toparemos con el nombre de Nicolás Maduro.
El empuje del comandante convirtió la Constitución de 1999 en una parte esencial de la vida cotidiana. Primero, porque se refería a ella cuando tenía oportunidad, esto es, en las infinitas presentaciones que hacía en los medios radioeléctricos. Segundo, porque ordenó una edición masiva de sus contenidos para que cada venezolano los guardara en su domicilio y en el centro de su corazón. El librito azul de 1999 se volvió parte de la rutina. Llegó a ser uno de los manuales más socorridos de la historia patria, la impresión más familiar y encarecida. Se hicieron festivales para su distribución gratuita en todos los rincones del país. Los funcionarios públicos la llevaban en el bolsillo y la echaban en la cara del adversario en los debates. Quizá no se colocó como la edición más influyente desde el período colonial, porque probablemente fueron más los que la manosearon que los que la leyeron, pero quedó marcada en la piel del soberano como pocos documentos anteriores. Si se agrega el hecho de que fue aprobada en elecciones universales, estamos ante un documento excepcional.
A los líderes de la oposición no les quedó más remedio que leerla, porque era parte de sus trajines, y poco a poco fueron descubriendo sus aspectos positivos, o los preceptos incluidos en sus páginas que podían garantizar un desenvolvimiento democrático en el marco de un régimen autoritario. Entonces fue panorámica su influencia, no en balde podía ser escudo contra las tropelías de un gobierno cuyos tentáculos pretendían el dominio de todos los aspectos de la vida pública y aun de la vida privada, en flagrante contraste con la celebrada fuente. No en balde servía y sirve para detener la corrupción galopante de quienes la propusieron como norma de conducta. En consecuencia, más que una preceptiva famosa, la Constitución de 1999 es un fenómeno social. Se metió en la sensibilidad colectiva, en términos de intimidad. Se puede considerar como el logro estelar de Chávez y del chavismo, seguramente el único, gracias al sentido material y simbólico que adquirió en los hábitos de la colectividad. Quien busque un código que no permaneció en el aire, lo encuentra en la Constitución de 1999.
Pero ahora resulta que no es la mejor Constitución del mundo, de acuerdo con la palabra de Maduro. El hombre que antes la celebró y que participó en su redacción ahora la condena, o la ve como un capote maltrecho y relativamente inútil que necesita remiendo. Los regocijos del PSUV sobre sus artículos han devenido reproche fulminante que clama por su sustitución, partiendo de una solicitud sin correspondencia con la realidad que fue su fábrica y su baluarte. La aprobación del documento de 1999 coincidió con el deslave de Vargas. La necesidad de borrarlo del mapa coincide con el deslave de la dictadura.
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