Ignacio Camacho
ABC
Una democracia tonta es aquella que concede a sus enemigos privilegios y derechos para combatirla. La que entiende que la libertad puede ser usada para destruir la libertad. La que confunde tolerancia con indefensión y rehúsa la autocrítica. La que, acolchada en su confort indoloro, ha dejado atrofiarse su musculatura moral hasta la parálisis. Una democracia tonta es la nuestra, la española, la europea. La que sigue negándose a aceptar el fracaso de su modelo de diversidad mientras se deja golpear por unos adversarios a los que ha franqueado las puertas. La que todavía no ha entendido que el multiculturalismo no era la solución, sino el problema.
El éxito de la sociedad abierta y plural se basa en la integración, no en la coexistencia. La acogida por sí sola no basta si los acogidos se resisten a aceptarse a sí mismos como parte de un proyecto común, de un mismo sistema. Y eso no ha sucedido con las comunidades islámicas, a las que Europa ha dejado desarrollarse bajo sus propias normas durante décadas. Un concepto erróneo de la permisividad que ha desembocado en la construcción de sociedades paralelas, yuxtapuestas, cuyo resultado no podía ser otro que el estallido de conflictos de convivencia.
Podemos negarnos, en aras de la corrección del pensamiento, a aceptar la evidencia. Podemos resaltar la condición pacífica de la religión musulmana e ignorar adrede que el Islam, incluso en su interpretación contemporánea, comprende un orden político basado en la guerra. El mundo islámico aún tiene pendiente la separación entre el ámbito religioso y el civil, la revolución ilustrada, y por tanto sufre grandes dificultades de habilitación en la sociedad moderna. Por eso muchos líderes espirituales de la yihad predican en las mezquitas una doctrina inflamada de exaltación violenta. Y por eso encuentran seguidores entre los jóvenes inadaptados de la generación millennial.
El virus yihadista se ha incubado al calor de una excepción pedagógica y social fruto de una multiculturalidad extraviada. España venía siendo una excepción porque los inmigrantes musulmanes pertenecían mayoritariamente al contingente poco problemático de la primera oleada. Pero sus descendientes, ya españoles, han crecido en la burbuja aislacionista disimulada por la creencia oficial en una ficticia participación comunitaria. En Cataluña, por ejemplo, el soberanismo lleva desarrollando desde hace veinte años una política específica -ayudas y subvenciones- para favorecer a las comunidades islámicas en la estúpida idea de que al no hablar castellano de origen, como las latinas, resultaba más fácil su inmersión inducida en el proyecto de nación catalana. Un bobo error, pero no mucho más necio que el de la mayoría de las democracias europeas, empeñadas en el bienintencionado y estéril esfuerzo de diseñar hermosos paradigmas sociales que siempre acaban funcionando de otra manera.
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