ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
La rectora Socorro Hernández fue agredida por unas señoras que se la toparon en un mercado de la ciudad, mientras hacía sus compras. La motejaron de ladrona y de asesina, sin ocultar manifestaciones corporales que transmitían ira. La escena circuló en las redes sociales para volverse célebre. Los dicterios contra la rectora del CNE se multiplicaron entonces entre los espectadores, pero también las críticas desgarradas del oficialismo. Mientras mucha gente aplaudía a las agresivas damas del mercado, los voceros de la dictadura hablaban de una violencia ejercida contra una ciudadana indefensa. Semejante descomedimiento obligaba, dijeron los del régimen, a una acción perentoria de la autoridad en beneficio de los derechos violados de una ciudadana que se limitaba a buscar víveres en el lugar de costumbre, como cualquier vecino. El episodio merece comentarios alejados de las prudencias fáciles.
Para defender a su empleada, la dictadura acudió a la descalificación del insulto como arma política. Buscó, por cierto, en lo más venerado de la tradición republicana. Quizá sin imaginarlo se remontó a Cicerón, nada menos, quien habla de la moderación de los vocablos como pieza esencial de la convivencia que debe expresarse necesariamente a través de la circunspección. Resulta curioso que los protectores de la rectora abrevaran en una fuente tan inesperada. Porque, ¿quiénes, en las últimas décadas, convirtieron el insulto en parte de la vida cotidiana?, ¿quiénes han familiarizado a la sociedad con la descalificación del adversario, con los ataques vulgares de quienes no comparten su credo, con la injuria y el improperio dirigidos contra la dignidad de los rivales? Los chavistas, con Chávez a la cabeza. El comandante no dejó de desembuchar insolencias para avergonzar a los escuálidos felones que no militaban en sus filas. Fue tan continua la corriente de ultrajes que vomitó ante las cámaras, o ante la presencia de multitudes, y el empeño que ha puesto Maduro en imitarlo, que no se entiende sino como teatro barato que ahora los censuren sus socios porque salieron de la boca de unas señoras prepotentes contra la solitaria y desguarnecida Socorro Hernández.
Pero en relación con el insulto conviene proponer un matiz, antes de meterlo en el basurero de la política después de seguir el consejo de Cicerón. Es inadmisible cuando sale de la boca del poderoso, cuando lo suelta un mandón rodeado de guardaespaldas, pero es respetable cuando lo expresan los humillados y los ofendidos que no encuentran un vehículo más accesible para comunicar lo que sienten. En una ocasión propuse como ejemplos de coraje cívico las frases desenfrenadas de Domingo Antonio Olavarría contra Joaquín Crespo. Que un escritor solitario le dijera lo que consideró conveniente al temible Taita de la Guerra para que se marchara del gobierno, incluyendo palabras obscenas, debe figurar en el cuadro de honor de una sociedad que para ser republicana debió olvidar la urbanidad y las buenas maneras. No se trata de que ahora resucite Manuel Antonio Carreño para condecorar a las féminas del mercado que han protagonizado uno de los episodios más sonados de la semana, sino para que se entienda su conducta antes de llegar a juicios definitivos.
Para lo cual conviene, por último, recordar que Socorro Hernández no es una ciudadana común que va al mercado como las otras amas de casa, con un pie en la necesidad y otro en las carestías. Es una persona poderosa, una de las responsables del reciente escándalo electoral que ha dejado huellas profundas en la sociedad. Nadie la puede ver sin relacionarla con la constituyente ilegal y fraudulenta que se cocinó en los hornos del organismo en el que trabaja como rectora. No es para que la lapiden cuando vuelva por comestibles, ni para que la reciban otra vez con verbo malsonante, sino para que los tipos del régimen no la presenten como casta paloma de gentil plumaje que puede pasearse con tranquilidad en su urbanización como si no hubiera quebrado un plato. La alfombra roja de Socorro Hernández es ahora del tamaño de un tapete. Empieza y termina en la puerta de su oficina, de acuerdo con la decisión de unas señoras del vecindario que han actuado como traductoras de una realidad ineludible.
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