Simon Garcia
Las jornadas de protesta que durante más de cuatro meses ocurrieron en las principales ciudades del país fueron un éxito sin precedentes en nuestro continente. Ratificaron el descontento de la sociedad y el rechazo a las políticas económicas que castigan a la población. Demostraron fuerza de mayoría y una enérgica exigencia de cambio realizada por medios democráticos y pacíficos.
El plebiscito del 16j, sin la quincallería del CNE y la discutible presencia de militares, le aclaró al mundo por qué Maduro, violando tramposamente la Constitución, evitó que fuera el poder soberano quien decidiera sobre la Asamblea Nacional Constituyente.
Pero la preparación unitaria del plebiscito comenzó a rebelar los desajustes entre dos políticas que decían perseguir el mismo objetivo, aunque con métodos tan diferentes que perfilaban dos fines incompatibles. La consideración de la Unidad como un recurso que beneficiaba a la lucha, era el elemento que permitía mantener la coexistencia entre visión moderada y pensamiento extremista.
La naturaleza maximalista e instantánea de las consignas extremistas poseen el atractivo de ofrecer todo para ya; de promover la acción frontal y descartar el menor paso atrás; de alentar la ilusión de que el asalto al cielo está al doblar la esquina, aunque no se tengan las escaleras para subir a él.
El pensamiento extremista, al conectarse con emociones primarias y solicitudes del corazón, suscita una concepción mitológica del cambio, desempolva una fraseología falsamente radical y termina conduciendo, según lo indica la experiencia conocida, a un callejón sin salida donde la lucha hay que retomarla en condiciones más desfavorables.
En nuestro caso, el pensamiento extremista esterilizó los logros del 16j y de los dos paros nacionales. En vez de afincarse en ellos para concretar una amplia alianza nacional, reformular un planteamiento institucional para la FAN y presentar una oferta de negociación desde una posición ventajosa, optó por levantar la salvación mágica del vete ya, la huelga general y la fractura militar en una hora cero que jamás existió.
Esta visión, que se impuso a codazos y griteríos de tarima, sustituyó la acción unitaria por actos de supremacía y redujo la amplitud que la oposición debe tener en un país política y espiritualmente polarizado. Se puso todo el acento en la confrontación bajo la premisa de que detendría la elección fraudulenta de la ANC y la fantasía de un final de sables.
Quienes lo creyeron tienen que estar frustrados porque ninguna de las dos promesas ocurrió. Por obra del pensamiento extremista, y la falta de gracia de los moderados, repetimos la estupidez de convertir una sucesión de triunfos en una derrota.
La revolcada nos obliga a reflexionar sobre cómo desarrollar fortalezas desde la estrategia democrática, cómo hacer más certera a una dirección que se legitimó en el asfalto, cómo ampliar la vanguardia con sectores chavistas constitucionalistas y con el admirable ímpetu de una juventud que dio una lucha desigual que merece ser honrada con un combate más inteligente y eficaz a la cúpula reducida a la brutalidad de su violencia.
@garciasim
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