TULIO HERNANDEZ
Como deslaves anunciados, formados a los ojos de todos, a Venezuela y a los venezolanos se nos vienen encima dos catástrofes que marcarán el fin de una era. Eso sí, al costo de grandes daños y sufrimientos que irán creciendo una vez que ambas cristalicen en toda su intensidad.
No son las únicas, por supuesto. La nación entera es toda una catástrofe. Pero son de las más graves y altamente emblemáticas. La primera, de naturaleza económica, la hiperinflación. La segunda, de naturaleza político-militar, la derrota ya no solo posible sino cada vez más evidente del PSUV en las próximas elecciones legislativas. Mezcladas, son un coctel fatal. Sobre todo para la élite en el poder.
La primera, la hiperinflación, es una amenaza para todos. Nadie se puede liberar de sus efectos. Cuando ocurre, lo saben muy bien argentinos y peruanos, el país entero se convierte en autobús rodando sin frenos ni conductor por una cuesta empinada. O mejor, en el caso venezolano, con un conductor narcotizado que narra la caída libre como si fuera un viaje en globo sobre un paisaje de tulipanes en flor.
La colisión es inevitable. Porque la hiperinflación no es un mero accidente. Una alteración momentánea del equilibrio necesario entre ingreso, gasto e inversión. No. La hiperinflación, como bien explican los economistas, discúlpenme los médicos por especular así, es una enfermedad del cuerpo social producto de largos años de políticas económicas erradas. Para detener su avance, como ocurre con el cáncer, se requiere de duros y dolorosos tratamientos que la élite militar-cívica gobernante se ha negado a administrar. Ya por temor a perder la menguada popularidad que les resta, ya para no traicionar los dogmas ideológicos que sustentan este extraño proceso autodenominado “revolución”.
Se acepta, cuantitativamente hablando, que hay hiperinflación cuando la inflación mensual llega a 50%. Cualitativamente, cuando nadie confía en el valor de la moneda de su país como instrumento de canje. En Venezuela las dos cosas ya comenzaron a ocurrir. Mezclada con la escasez, la hiperinflación es un anuncio apocalíptico. Entre más tarde se aplique la quimioterapia más dolorosos serán los estertores colectivos.
La segunda catástrofe, la derrota del PSUV en las legislativas de diciembre, no sería problema alguno en un país democrático. La alternancia está en la esencia misma de la democracia. Gana la derecha, y gobierna. Luego gana la izquierda, y así sucesivamente. No pasa nada. Pero ante un modelo político que no es democrático, o lo es solo en el origen electoral, un proyecto convencido de que necesita gobernar hasta el año 2030 para lograr sus metas y, además, se sustenta en un culto fanático a la personalidad del fundador, una derrota como la anunciada puede tener consecuencias graves en la gobernabilidad.
La derrota implica no el fin del gobierno, pero sí una prueba contundente del quiebre del apoyo popular a su proyecto. Una grave pérdida de la esperanza entre los sectores populares que habían encontrado visión de futuro en las promesas rojas y por los momentos se verán de nuevo lanzados a la orfandad. Pero, sobre todo, un cruento conflicto interno entre los rojos dispuestos a patear la mesa –para eso tienen sus grupos de civiles armados, un ejército pretoriano, las milicias y un árbitro electoral que canta las faltas con un pito rojo– y aquellos otros que prefieren continuar con un modelo que mantenga en lo posible el antifaz democrático.
Es una catástrofe básicamente para la cúpula civil y especialmente para el Alto Mando Militar, pero igual podría arrastrarnos a todos. No hay regreso. Las encuestadoras serias, las mismas que desde 1998 diagnosticaron, una tras otra, derrotas para la oposición, en esta oportunidad, por primera vez, la anuncian ganadora.
Tampoco hay camino de rosas. En Venezuela construir la democracia, desplazar a los militares del ejercicio directo del poder, ha sido siempre tarea difícil. Pero la experiencia enseña que en decisivas ocasiones los votos logran frenar las botas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario