MICHAEL PENFOLD
A Venezuela se le ha cerrado el acceso al financiamiento, justo cuando más lo necesitaba, por la crisis externa de balanza de pagos que enfrenta el país, que se ha exacerbado con la dramática caída de los ingresos petroleros y por una política económica ineficiente que ha incrementado exponencialmente la percepción de riesgo de los mercados internacionales.
La profundidad de la crisis externa es de tal envergadura que a Venezuela no le queda sino una sola alternativa: atracción de capitales privados. Y eso implica desmontar el control de cambios y los controles de precios, además de aumentar masivamente la transferencia directa de recursos a los sectores más vulnerables a través de una mejora sustancial en la calidad y la focalización del gasto público.
Cualquier otra alternativa sería continuar sometiendo al país a lo que viene haciendo el gobierno nacional: un ajuste externo por cantidad que conlleva inexorablemente al racionamiento, a los controles y a una inflación fuera de control.
Durante los últimos tres años, Venezuela ha perdido casi un 15% del PIB, sumado a una caída del ingreso per-capita que ya generó un rápido empobrecimiento de la población. Éste es el verdadero origen de la crisis política y el argumento que explica el voto castigo contra el gobierno que la oposición logró capitalizar exitosamente en las pasadas elecciones legislativas.
Sin embargo, a pesar de que el sustrato económico de esta realidad electoral pareciera tan evidente, es curioso ver cómo el comportamiento, tanto del gobierno como de la oposición, después del 6-D evidencia los errores de fondo: ambos bandos continúan refugiándose en la polarización como recurso para maximizar sus probabilidades de resistencia (caso del gobierno) o discursos orientados a precipitar una salida del Ejecutivo (caso de la oposición).
Al parecer los votantes que hicieron posible el cambio siguen sin ser escuchados.
El gobierno se aferró al autoritarismo a través de su control del Tribunal Supremo de Justicia, vulnerando la voluntad popular en lugar de ampliar su coalición electoral y modernizar su política económica, insistiendo sin remordimientos en la idea de mantener los controles económicos. Y la oposición optó por colocar fecha de salida al chavismo y tratar de desmontar simbólicamente la revolución.
Ambos le hablan a sus votantes duros y muestran sus músculos como ofrendas preparativas a un conflicto terminal, pero lo cierto es que el votante del 6-D estaba dando otro mensaje: castigar al madurismo para generar un gobierno dividido y obligarlo a negociar a través de una oposición que desde la Asamblea Nacional indujera un cambio de comportamiento del Poder Ejecutivo, sobre todo en materia económica y de Derechos Humanos.
En caso de que el Ejecutivo no cambiara su comportamiento, el votante le dio a la Asamblea Nacional el poder de las dos terceras partes para producir una salida constitucional, democrática y electoral. Lo que correspondía a ambas partes era abrir un compás de espera para enfrentar la crisis económica y un espacio de negociación política.
Eso era lo que el país estaba esperando.
En su lugar, el gobierno escogió precipitar el conflicto de poderes. Primero, violentando las normas de selección de los nuevos magistrados. Luego utilizando la Ley Habilitante para terminar de conculcar la autonomía del Banco Central de Venezuela y la posibilidad de que la Asamblea Nacional eligiera a alguno de sus directores externos. Y, finalmente, minando las dos terceras partes de la nueva Asamblea Nacional a través de la acción cautelar ante la Sala Electoral. Esta acción socavó la voluntad popular de uno de los estados menos poblados pero más sobre-representado del país: los diputados amazónicos.
Es evidente que la decisión de la Sala Electoral va a crear incertidumbre sobre las dos terceras partes, pues no sabemos si la misma se estima sobre la base de los diputados presentes en el momento de una votación o sobre el total de los puestos. Si efectivamente es sobre el total de los curules, los 109 diputados dejan de ser suficientes para obtener los dos tercios. Fue así como la dirigencia chavista apeló a un recurso profundamente antidemocrático, orientado a anular temporalmente la amenaza creíble por parte de la oposición de poder impulsar diversas salidas constitucionales y así renovar los Poderes Públicos.
Mediante esta arremetida, el gobierno logró alcanzar varios objetivos políticos: evitar la futura designación por parte de la Asamblea de dos de los rectores del CNE cuyos periodos vencen este año y cuyos nombramientos necesitan las dos terceras partes; evitar la remoción de los Directivos del Banco Central de Venezuela y restaurar su autonomía para combatir la inflación; evitar la posible remoción de los magistrados recientemente nombrados, para lo cual también se requería de la supermayoría; y obstaculizar cualquier reforma constitucional así como la posibilidad de convocar una Asamblea Nacional Constituyente.
De modo que el gobierno hizo uso de su poder político para limitar en el corto plazo las múltiples futuras salidas constitucionales y dejar como único camino la activación del Referéndum Revocatorio, algo que no depende de la misma Asamblea Nacional, pues requiere de la recolección de firmas que son reguladas y supervisadas por el CNE. Es cierto que siempre se puede impulsar una Enmienda Constitucional para recortar el periodo presidencial, pero ésa es una decisión legislativa que muy probablemente también será cuestionada ante la Sala Constitucional.
Dicho en otras palabras, políticamente el gobierno redujo (al menos temporalmente y hasta tanto se pronuncie definitivamente el TSJ o se realicen nuevas elecciones en Amazonas) las opciones de resolución de la crisis a una sola: el Referéndum Revocatorio.
En efecto, a través de la Sala Electoral el gobierno logró disminuir la credibilidad de la amenaza de que la oposición pueda utilizar la mayoría calificada, porque dejó de ser claro si efectivamente la oposición tiene o no dicha mayoría. En algún momento, la Sala Constitucional se va a tener que pronunciar sobre este punto. Sin embargo, la oposición mantiene de forma certera la prerrogativa de las 3/5 partes, que incluye la posibilidad de remover tanto al Vicepresidente como a los distintos ministros. Y esa es una amenaza con la que el chavismo parece estar dispuesto a convivir.
Pero la oposición también se ha precipitado en varios ámbitos, aun sabiendo que opera en un contexto donde no hay control constitucional independiente de los poderes públicos, donde la revolución bolivariana obtuvo más de 42% de los votos a la Asamblea Nacional y donde su propio triunfo dependió de la atracción de aquellos chavistas molestos, quienes estaban dispuestos a buscar una alternativa electoral. Curiosamente, después de prometer un cambio político, la oposición escogió en función de una nueva alianza a lo interno de la MUD, un liderazgo parlamentario que restauraba la vocería de la Cuarta República, argumentando la necesidad de contar con un líder de amplia experiencia y verbo aguerrido.
Simbólicamente, esta decisión le permitió al gobierno hablar de restauración y minimizar esa promesa de cambio; aunque a la oposición le permitió ganar un operador curtido en diversas plazas y con mucho polvo en los zapatos.
La oposición también decidió juramentar a su bancada en dos momentos diferentes y argumentó razones formales, ocasionadas por la decisión de la Sala Electoral. Lo cierto es que, al no poder juramentar en el mismo acto de instalación a los 112 diputados, quedaban vulnerables los tres diputados amazónicos.
Para el gobierno era muy costoso internacionalmente impedir que se instalara la Asamblea Nacional el 5 de Enero, por lo que lo lógico políticamente era dar esa pelea desde el principio y no en actos separados (que fue lo que supuestamente recomendaron los abogados constitucionalistas). El chavismo aprovechó esa vulnerabilidad política y, ante la amenaza del desacato y la formalización de la omisión legislativa, la MUD se vio obligada a retroceder. No le quedaba otra alternativa, dado el esquema de juramentación que habían escogido.
Si se hubiese planteado la juramentación de los 112 diputados como un bloque, en el mismo acto en que eran instalados los diputados del PSUV, hubiese sido muy difícil para la Sala Electoral desincorporar a los amazónicos sin disolver de facto a toda la Asamblea Nacional.
La presión internacional habría sido enorme.
Es así como la oposición prefirió instalarse antes que blindar políticamente su mayoría calificada y dejar al descubierto la manipulación constitucional a la que estaban siendo sometidos.
Y, finalmente, en vez de abrir un espacio de diálogo, en su discurso inaugural planteó que el objetivo principal era salir del Presidente en seis meses y comunicó de forma abierta su agenda política. Por lo tanto, mostró una bancada que no estaba dispuesta a abrir un proceso de negociación, confirmándose así las suspicacias del gobierno.
La forma atropellada en la que se retiraron los retratos de Bolívar y Chávez horas más tarde terminaron de sellar esa percepción.
Estos acontecimientos ponen en evidencia que en Venezuela el cambio no va a ser rápido y que difícilmente puede darse por un colapso express del gobierno.
Los eventos de esta primera semana en las inmediaciones de la Asamblea Nacional parecieran más bien demostrar que la transformación democrática de Venezuela será mucho más compleja, tanto en lo económico como en lo político.
Lo cierto es que el país no tiene cómo salir de la actual coyuntura sin un acuerdo. Pensar que la salida es rápida, es repetir lo mismos errores del “Chávez vete ya” y es subestimar la capacidad que tiene el gobierno de obstaculizar, institucional y políticamente, cualquiera de las distintas opciones planteadas.
El chavismo se mostró preparado en cada sesión, pero no escondió su disposición a violentar la voluntad popular y contradecir su propia jurisprudencia: ésa que afirma que los funcionarios electos que fueran adjudicados y proclamados no podían ser impugnados.
Sin embargo, también es difícil pensar que el actual escenario pueda beneficiar al gobierno. A finales de este año tenemos elecciones de gobernadores, el año entrante de alcaldes y luego las presidenciales.
La oposición tiene enfrente un ciclo electoral que va a poder capitalizar gradualmente, en medio de una gran debacle económica. Y para el chavismo la única alternativa frente a este mismo ciclo es profundizar los subterfugios más oscuros del sistema. Pero eso no garantiza ni su supervivencia política ni mucho menos su recuperación electoral.
Pero, incluso si la oposición no logra sacar al presidente Maduro del poder, el chavismo está caminando por una calle ciega y sólo puede apostar a retrasar lo inevitable.
Lo que sí es evidente es que la población difícilmente pueda tener la misma paciencia que los políticos para hacerle frente al ciclo electoral y convivir indefinidamente con un conflicto de poderes.
El dramatismo de la crisis económica es de tal magnitud que hace perentorio buscar una válvula de escape. La presión social va a ser cada vez más alta y es lo único que va a obligar al gobierno a aceptar alguna negociación.
El nombramiento de Aristóbulo Istúriz como Vicepresidente es una clara señal de que el gobierno también se prepara para ese posible escenario y sabe que no sólo puede apostar a bloquear cualquier salida indefinidamente. De ahí que tanto la oposición como el gobierno tengan que moverse en dos terrenos: negociación o Referéndum Revocatorio.
Para poder negociar, la oposición necesita obligar al Ejecutivo a sentarse en la mesa (lo que antes era la amenaza de las dos terceras partes, pero sobre las que ahora hay incertidumbre). La única amenaza creíble pasará a ser, entonces, su capacidad de movilización social y de protesta, en el contexto de una recesión económica, un tema que curiosamente divide a los radicales de los más moderados dentro de la MUD.
Si la negociación con el gobierno fracasa (o nunca se plantea), la oposición no tiene otra opción que activar el Referéndum Revocatorio y enfrentar todos los obstáculos que el gobierno vaya a imponer.
El revocatorio es un camino que va a poder iniciarse a partir del 14 de abril del presente año, pero para poder hacerlo más expedito y vencer las barreras que seguramente surgirán, la MUD va a depender de su capacidad de movilización. Es decir: de su poder de calle.
En teoría, una potencial negociación con el gobierno implica un acuerdo sobre distintos temas: economía, reglas electorales, amnistía política y renovación de los poderes.
Para el chavismo, en cualquier negociación que se llegue a plantear será clave una reforma constitucional para cambiar el calendario electoral que actualmente está pautado, incluyendo eliminar el revocatorio y posponer las elecciones de gobernadores y alcaldes, para compartir el costo político de un programa de estabilización económica y obtener una amnistía que los blinde frente a futuras acciones judiciales.
Para la oposición, es fundamental recortar de seis a cinco años el período presidencial, eliminar la reelección indefinida y garantizar la amnistía de los presos políticos y la renovación de los poderes.
Son acuerdos posibles y, sin duda, sería lo mejor para el país. Pero rara vez los políticos negocian hasta no estar obligados a hacerlo. Y lo único que puede llevar al chavismo a aceptar esa posibilidad es la presión social.
Un país con un deficit fiscal que sobrepasa los 18 puntos del PIB, con cuatro tipos diferentes de cambio, con una caída de la actividad económica que para el año 2015 alcanzó más de 10 puntos del PIB y con una inflación (sin cifras oficiales) que cerró en más de 270 por ciento: hablamos de una nación prácticamente quebrada.
A todo eso hay que agregarle la escasez de más de 70% en medicamentos y más del 65% en alimentos que hacen de la vida diaria de los venezolanos una vida compleja y miserable.
Este año Venezuela requiere más de 16 mil millones de dólares de financiamiento para cubrir sus necesidades y pagar sus compromisos. Y todo eso lo debe hacer sin acceso a los mercados de capitales y con su único financista, que es China, entrando en una crisis cada vez más profunda.
Es evidente que la única opción frente a la dimensión de la crisis económica es un acuerdo político que le dé viabilidad a la posibilidad de enfrentar los grandes desequilibrios macroeconómicos y promover un programa masivo de atracción de inversiones y de transferencias sociales.
Ese acuerdo supone que ambos bandos tengan garantías políticas mutuas, lo cual siempre implica concesiones.
Después de haber sido instalada la Asamblea Nacional, una semana ha sido suficiente para darse cuenta de lo que parece obvio: lo fácil es polarizar y lo realmente difícil va a ser llegar a una solución que funcione para todos.
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