RAUL FUENTES
Si a usted por casualidad se le ocurre opinar que en el Tumulto del 19 de abril de 1810 que pintó Juan Lovera (el ejemplo lo concita la solemnidad de la semana que hoy termina, pues, lo allí reflejado ocurrió un Jueves Santo), quien fue testigo presencial de los eventos que forzaron la emancipación –de allí el valor histórico de sus cuadros, que no relativiza sus méritos pictóricos y, por el contrario, los enaltece–, hay trazos que evocan a Goya, lo más probable es que le tomen por un provocador. ¿Y qué tal si se le ocurre aseverar que Julio Cortázar debe mucho, en lo que concierne a estructuras y rupturas narrativas, a Enrique Jardiel Poncela? Lo tildarían de impertinente. Igual suerte correríamos, pero ganando en descalificaciones, si llegamos a señalar que, en el aquí y el ahora venezolanos, la hagiografía oficial ha fraguado una falaz analogía entre un Bolívar deificado por la necesidad de una épica fundacional a fin de ensillar la República en caballo blanco –¿de qué color era el caballo blanco de Bolívar?, inquiría una tonta adivinanza escolar– y un conjurado sin gloria y con suerte, empalagado de Venezuela heroica, para zamparlo –sin pasar por Go y sin vaselina–, en el Cuartel de la Montaña, improvisando un tabernáculo de revelaciones, con miras a proporcionar al muñeco de ventrílocuo santo y capilla para la interpretación de oráculos ornitológicos. ¿No constituye semejante idolatría una profanación de la fe nacional?
Con tales inquietudes por delante, nos preguntamos: ¿qué acontecería si sugerimos complicidades entre Jesús de Nazaret y Judas Iscariote? ¿Sería blasfemo especular sobre la magnitud del sacrificio que supuso la traición del apóstol e inferir que habría en él más abnegación que en la crucifixión del Nazareno, sobre todo hoy, cuando el orbe cristiano celebra, ¡Hosanna en las alturas!, su resurrección y ascenso a la «patria celestial»? No son meramente retóricas estas cuestiones, pues no todo el mundo piensa en Judas como «el traidor por antonomasia»; ha habido intentos de vindicar su papel en la bíblica tragedia que culmina, en los evangelios, con su suicidio y en la tradición vernácula con su simbólica incineración. Sentó pauta en esta dirección Ferdinando Petruccelli, periodista italiano de bien ganada celebridad –cubrió la expedición de los 1.000 que comandaba Garibaldi y la Comuna de París– que en sus Memorias de Judas nos los ofrece como líder de una rebelión judía contra el imperio romano; el dominicano Juan Bosch, Judas Iscariote el calumniado (1955), se aboca a su rehabilitación; y, a partir del (presumiblemente apócrifo) Evangelio de Judas, se ha llegado a conjeturar que su felonía fue fríamente tramada, con fines de trascendencia espiritual, en conchupancia con el mismísimo Jesús, tesis que en cierto modo había adelantado De Quincy. No podía Jorge Luis Borges ser ajeno a esta causa restauradora y en sus Tres versiones de Judas establece que la apostasía «no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. […] era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre».
Si Maduro tuviese sentido de la trascendencia podría encarnar al «villano» necesario que ponga fin a la orgía de insensateces que estima inmarcesible legado de su padre putativo, a quien, en más de una ocasión, ha llamado «Cristo de los pobres» y en cuyo nombre nos ha lanzado cuesta abajo en una rodada que amenaza con turbulencias apocalípticas. Pero, ¡qué va!; Nicolás carece de los arrestos indispensables para cortar por lo sano y prefiere la vana inmolación del fracaso histórico. Por eso, y aunque incombustible, su sosias de trapo serán, por tercer año consecutivo, pasto de las llamas en la pira de la inquisición popular. Con él se reducirán a cenizas los monigotes de algunas damas –¿será Judith el femenino de Judas?–, cuyas identidades, por elemental cortesía, silenciamos; y de unos cuantos sujetos más cabelleros que caballeros, militares la mayoría (Diosdado, Padrino, Vielma Mora, Arias Cárdenas, Rangel Gómez), y civiles unos cuantos (El Aisami, Jaua, Jorge Rodríguez).
¿Y dónde queda Aristóbulo?
Aristóbulo podría ser un Judas sobresaliente. Idóneo para un auto sacramental –recuerda al actor Carl Anderson en ese papel (Jesus Christ Superstar, Norman Jewinson, 1973)–, mas no para la purificación ígnea (no somos del Ku Klux Klan ni piromaníacos racistas), Istúriz es la última Coca-Cola del desierto rojo; quizá sea el Judas que estampe en los labios de Nicolás el beso del adiós y se ponga las botas del poder. Entonces, con la sartén bien caliente y quemándole las manos, ya no cantará «don't you get me wrong/ Only want to know», sino: «Quítate tú pa’ ponerme yo/ Vamos a ver aquí quién es quién…».
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