ELIAS PINO ITURRIETA
El chavismo se puede relacionar con una revolución solo porque nos ha cambiado la vida. Si buscamos en sus entrañas un plan para la modificación de las estructuras de la sociedad con el objeto de hacerla mejor y distinta, el régimen no cabe en la horma de lo que se denomina revolución en la historia contemporánea. Aparte de la retórica, es decir, de la publicidad sobre un empellón contra la colectividad vieja e injusta para convertirla en una especie de paraíso en el cual se reivindicarán los derechos de las mayorías, nada hay que se pueda vincular objetivamente con un propósito serio de acabar un proceso colectivo para que se inicie otro. Desde sus orígenes el chavismo se ha plantado en el palabrerío, en el insistente vacío de los vocablos, como si de los ruidos continuados brotara un magnetismo capaz de provocar el nacimiento de una historia diversa en detrimento de una historia que desaparece.
Pero ¿esto quiere decir que el chavismo no ha hecho nada para que la cotidianidad sea realmente otra, para que el devenir en el cual nos habíamos aclimatado desde antiguo no se parezca a los antecedentes?, ¿las cosas son idénticas a como las encontró Chávez cuando asumió el poder? Si concedemos que la vida anterior no se puede comparar con la vida presente, si relacionamos lo que es con lo que fue, si intentamos una analogía entre la actualidad y el pasado próximo, convendremos en que Venezuela ha experimentado el sacudimiento de una curiosa revolución que, debido a lo mal que lo ha hecho en el gobierno, debido a la carencia de objetivos solventes desde las alturas del poder, ha modificado las formas de la existencia como si de veras hubiese pretendido una metamorfosis como las que se describen en los manuales de la insurgencia de izquierda. No hay tal metamorfosis, desde luego; tal vez ni siquiera exista la guía de esos libros de rudimentos para abrevar, por ejemplo, en las fuentes del materialismo dialéctico, pero nos ha alterado hasta proporciones gigantescas las maneras de existir.
El caso del trabajo que el chavismo ha encargado a los militares debe servir para ilustrar un tema que puede permanecer en el aire si no tiene explicación concreta. Jamás habíamos visto a los militares haciendo actividad de gambusinos, nunca los habíamos advertido en el papel de exploradores de vetas minerales, nadie los había descubierto en la persecución de minas asombrosas y prometedoras, mucho menos en la vanguardia de una industria tan retadora como la petrolera, pero ahora son dueños y señores de estos oficios para los cuales jamás han sido llamados y sobre cuyo manejo no se han formado en términos profesionales. Que el militarismo existe desde los tiempos de Castro y Gómez, que dispuso de las cosas importantes durante el posgomecismo y ascendió a las alturas con el perezjimenismo nadie lo puede negar. Que el militarismo fuera compañía familiar de los venezolanos parece asunto sin alternativa de discusión, pero que ahora cuente barriles de hidrocarburos, venda y compre aceites de variada densidad, hable con los empresarios de lejanas latitudes y cave túneles para encontrar diamantes es un debut por todo lo alto, una presentación insólita en la historia de la república, una novedad que remite al planteamiento del principio, esto es, a que nadie dude acerca de cómo el chavismo nos ha trastocado el discurrir de la vida.
No es asunto menudo, debido a que se trata de la administración de la gallina de los huevos de oro y de otras aves ponedoras cuya atención era ajena a los cuarteles, pero que de pronto se entrega o se regala a sus jefes como ocupación prioritaria. Ahora estamos ante una mudanza sustancial de la industria petrolera, nada menos, para que inicie pasos inéditos y para que deje de ser lo que fue en el mantenimiento de las formas de convivencia que tuvimos los venezolanos desde el siglo pasado, para que sea otro negocio en las manos de gerentes inexpertos y todopoderosos; para la introducción, en suma, de una incertidumbre que no debía estar en el programa. Si alguien dudaba de que el chavismo ha hecho lo que ha podido para que no nos reconozcamos como sociedad frente al espejo, tiene materia suficiente para cambiar de opinión.
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