miércoles, 16 de marzo de 2016

Lula negocia su entrada en el Gobierno de Brasil para protegerse en la investigación de corrupción



En un giro impensable hace unas semanas e inimaginable hace un año, el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva se apresta, según varios medios brasileños, a entrar en el Gobierno de Dilma Rousseff, la persona a la que él mismo eligió para sucederle. Es un capítulo rocambolesco más de la crisis política en la que cada día se hunde más el país. Lula, el hasta hace años político más valorado de la historia brasileña, acusado ahora por la Fiscalía de aceptar regalos de empresas vinculadas a la trama de Petrobras, aceptará ser ministro por dos razones concretas: conseguir un aforamiento que le proteja de la acción judicial desencadenada contra él y ayudar, con su probada capacidad de negociación, a aglutinar en torno a él el número suficiente de diputados y senadores que evite la cada vez más amenazante destitución parlamentaria (impeachment), que podría apartar del Gobierno a Rousseff en dos meses. Bastó que la noticia de que Lula se prepara para aceptar un cargo en el Gobierno saltara a los periódicos de Brasil para que la bolsa brasileña bajara más de un 3,5% y el dólar subiera más de un 3%. Un síntoma más de la desconfianza que muestran los mercados hacia Lula, Rousseff y el Partido de los Trabajadores (PT).
Lula tiene previsto este martes a Brasilia para negociar con Rousseff los detalles del nuevo cargo. “Estamos en un periodo que depende de un ajuste fino en política, y todo el mundo sabe que la mayor capacidad de Lula es la de la política”, explicó ayer el ministro de la Casa Civil (especie de primer ministro en la sombra) Jacques Wagner. En principio, todo estaba previsto para que el nuevo cargo de Lula se hiciera público también hoy martes. Pero el anuncio se ha retrasado por la explosiva divulgación de la declaración ante la policía del senador Delcídio do Amaral, implicado en el Caso Petrobras, en la que acusa, entre otros, al ministro de Educación, Aloizio Mercadande, de ofrecerle dinero a cambio de su silencio.     
  El juez encargado de investigar el Caso Petrobras, Sérgio Moro, convertido en una especie de héroe por parte de la población brasileña (y ampliamente alabado por los cientos de millares de personas que el domingo salieron a la calle), tiene en sus manos la capacidad de enviar a Lula a la cárcel en cualquier momento. Y muchos aseguran que no va a dudar en hacerlo. Siendo ministro, el carismático expresidente pasará a ser juzgado por el Supremo Tribunal Federal (STF). Hay expertos judiciales que cuestionan la detención y el interrogatorio del que fue objeto Lula el pasado 4 de marzo, en una comisaría de São Paulo, por considerarlo impropio y humillante.
Detrás de la decisión de Lula de entrar en el convulso Gobierno de Rousseff late otra razón de peso: evitar que la propia presidenta caiga dentro de dos meses, arrastrada por el impeachment. Tras las multitudinarias manifestaciones del domingo, buena parte de los hasta ahora aliados del Gobierno miran para otro lado y a la presidenta le va a costar encontrar los 171 diputados necesarios para bloquear el proceso de destitución parlamentaria que, según los plazos, se desarrolla en marzo. El único político brasileño, hoy por hoy, capaz de convencer a ese grupo de parlamentarios del centrista PMDB, partido aliado del Gobierno (de mayoría del PT, de centro izquierda) es el propio Lula: su capacidad negociadora, su carisma, su mano izquierda y su conocimiento de la realidad parlamentaria le vuelven necesario para tratar de evitar lo peor.
La operación, desesperada en momentos desesperados, esconde un alto riesgo político: en primer lugar, Lula, de alguna manera, asume su culpa o parte de su culpa al enrocarse en el Gobierno y defenderse así del juez Sergio Moro. Por otro lado, debilita el poder de la cuestionada Rousseff, obligada a convivir en el Gobierno con su mentor que, para más complicación, discrepa de la política económica que ella lleva a cabo desde hace un año.

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