TULIO HERNANDEZ
I. A la 1:00 de la tarde hoy jueves 1°, mientras Henrique Capriles se dirige a la descomunal multitud que lo vitorea en la avenida Libertador de Caracas, ríos de gente, la mayoría proveniente de El Paraíso, Montalbán, Juan Pablo II, Macarao y Caricuao, aún se desplazan frente a la estación del Metro de la avenida Principal de Bello Monte, tratando de llegar al final de la manifestación por el revocatorio.
La distancia entre este punto y el lugar del acto de clausura debe ser de unos cuatro o cinco kilómetros. El sol es inclemente. La luz, enceguecedora. La gente se ve agotada pero feliz. El acto termina a eso de la 1:30 pm y, sin embargo, como me informó un amigo mesonero de La Mansión del Pollo –tuve que subir a mi casa a redactar esta columna y le pedí que por favor estuviese en guardia–, todavía a las 2:00 pm, cuando comencé a escribirla, la gente sigue fluyendo igual que hace cuatro horas, las 9:30 am, cuando la primera oleada de manifestantes hizo su aparición en la amplia calzada a la orilla del Guaire.
II. Hacía mucho tiempo que no sentía en el país donde nací, al que pertenezco y al que me debo –una nación de gentes cada vez más entristecidas y pugnaces–, tanta alegría compartida. Era como un domingo radiante de fiesta infantil. En las calles de Caracas repletas de hombres y mujeres vestidos de muchos colores –con banderas de partidos políticos diversos, consignas que iban saliendo de modo silvestre sin que ninguna orden de arriba las impusiera, personas que habían pintado a mano sus propias pancartas–, se respiraban dos cosas: la vocación pacífica y democrática de la ciudadanía y la convicción esperanzada de que vamos a salir de la pesadilla roja sin necesidad de matarnos entre bandos.
III. Muchas imágenes me han quedado grabadas de este día. Guardaré conmigo el rostro de la anciana, luego averigüé, de 98 años, que desde el balcón de su modesto apartamento en la misma Principal, como si fuese el papa, bendecía a la multitud que pasaba, y la multitud le aplaudía a rabiar agradeciéndole –algunos con los ojos enrojecidos de emoción– la esperanza política incubada en su mirada centenaria.
Guardaré también una imagen cinematográfica que bien la pudo haber puesto en escena Bertolucci. Cuando llegábamos a Las Mercedes, en el punto donde la autopista Francisco Fajardo y la Río de Janeiro se hacen líneas paralelas, apareció como un milagro un camión cargado de manifestante sentados simétricamente en su tolva y en el medio de ellos, de pie, alguien con una bandera nacional gigantesca que recordaba a La libertad guiando al pueblo de Delacroix. Los millares de manifestante disparamos una salva de aplausos que de inmediato fue devuelto por los partisanos viajeros del camión.
Y guardaré los rostros de las personas que con orgullos cívico contaban pequeñas épicas. “Salimos de Macarao a las 7:30 de la mañana”, relata una jovencita a las 12:00 m en Las Mercedes. “Veníamos de Falcón, la policía nos detuvo en Valencia toda la noche, nos dejaron pasar a 5:00 de la mañana, llegamos a las 9:30 a Caracas, y aquí estamos, guapeando”, agrega una señora que vive en La Vela. “Se me dañó una rueda de la silla –cuenta un discapacitado deportista que se vino solo desde El Valle–, y un pana, un mecánico, se dio cuenta, bajó de su apartamento. La arregló. Y aquí estoy”. Apuesta triunfal de su sonrisa
IV. El Goebbels de Caricuao, como llaman algunos periodistas al director general de Conatel, tiene que revisar esta misma noche sus estrategias. Ni cosquillas le hizo a la multitud el plan de atemorizarla obligándola a mirar en cadena nacional documentales panfletarios, sesgados y aburridísimos, sobre los sucesos de abril de 2002. Tampoco las amenazas del animador de televisión que habla con el mazo entre manos. Ni el mito de los marines desembarcando en Machurucuto. O los paracos colombianos comiendo arepas de orejita de cochino en los predios de Miraflores. La gente, para decirlo en habla popular, el 1S los mandó al mismo carajo. Ya ni miedo meten.
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