JUAN ARIAS
Trump es ya más que un presidente de Estados Unidos. Es un fenómeno que crea escalofríos. Su nombre hace retumbar ecos de tambores de guerra. Todos los adjetivos que engendran miedo o repulsa han sido usados para describir su persona y sus ideas.
Pero, ¿cuántos pedazos de Trump existen en nosotros? ¿Lo eligieron los dioses o fuimos todos nosotros, no solo los estadounidenses? Nadie es del todo inocente, ¿dónde comienza la frontera entre la víctima y el verdugo?
Trump es un interrogante. Para unos, una sorpresa sombría, para otros, el líder que se ríe de los políticos, los juzga y desprecia. Personaje aún indescifrable, a pesar de su lenguaje obvio, insustancial y a veces hasta soez.
Es más que un problema político. No es de izquierdas ni de derechas. Quizás de nada, solo de sí mismo. ¿Un payaso o algo menos divertido, más inquietante? Por ser más que un político llamado a gobernar el mayor imperio del planeta, necesitaríamos de otras ciencias para encuadrarlo. ¿Quizás la psiquiatría?
¿Y si fuera un ciudadano que refleja el sentir de millones de personas, cansadas de la desfachatez y el aburguesamiento de sus gobernantes tradicionales, engordados bajo el manto de la impunidad y la corrupción, que han ido marginalizando a la mitad del planeta que debe conformarse con las migajas caídas de la mesa de sus festines? ¿O será la falsa esperanza de esos millones de ciudadanos que ya no esperan nada de los políticamente correctos y corren en busca del espejismo de un “capo”, lo más macho e incorrecto posible?
Trump aún no se ha estrenado y ya es el personaje del momento en el planeta. ¿Qué hay en él de morbosidad política o existencial para que, huero de ideas y lleno de presunción se haya convertido en el mayor fenómeno viral de las redes sociales del mundo?
De Trump se ha escrito ya de todo, pero quizás poco de nosotros frente a su espejo. Hay una pregunta que inquieta no sólo a la piscología y al psicoanálisis sino a nuestra propia conciencia. ¿Qué parte de Trump se esconde en cada uno de nosotros?
Somos todos un reflejo de Trump cada vez que sentimos escozor ante los diferentes. ¿No somos un selfie de él cuando sufrimos si nuestra hija blanca se casa con un negro? ¿O cuando nuestro hijo de color se enorgullece de haberse casado con una blanca?
Cada vez que un padre dice: “Prefiero un hijo muerto a un hijo gay”; cuando en algún rincón sombrío de nuestra alma nos alegramos cada vez que un delincuente es linchado en la calle, ¿no estaremos contaminados por el virus trumpiano? ¿O cuando seguimos creyendo que el color de la piel es un fallo de la luz en vez de una tonalidad del arco iris? ¿O cuando los hombres, quizás sin verbalizarlo, piensan que muchos estupros son causados y justificados por las mujeres con sus vestidos provocadores? ¿O cuando creemos que todas ellas son fáciles de prostituirse frente al poder o el dinero?
Somos habitantes del planeta Trump, cuando denigramos los derechos humanos, defendemos la tortura o la pena de muerte o nos oponemos a que la mujer pueda disponer en conciencia de su maternidad.
Somos pequeños Trump, cuando creemos que es la pobreza lo que engendra la violencia. Y la policía es trumpiana cuando ante la duda entre un blanco y uno de color, se inclina por la inocencia del blanco.
La justicia, hasta la más democrática, es un espejo de Trump cada vez que llena las cárceles con los sin nombre y deja en libertad a los que se jactan de decir: “Usted no sabe quien soy yo”.
Hasta las democracias más sólidas, como la europea, muestran resabios de trumpismo. Basta pensar a la política incómoda de los emigrantes o de los refugiados. En el fondo nos irritan, porque estarían invadiendo nuestro territorio sagrado. Son la amenaza a nuestra tranquilidad.
Somos un pedazo de Trump cuando creemos que es necesario pensar antes en nuestro pequeño corral que en la gran plaza del mundo. Somos Trump cuando ya no nos espanta el silencio de la muerte de aquella parte del mundo a la que hemos condenado a no tener voz.
Trump no es un alienígena ni un extraterrestre. Es la expresión de nuestro mundo que se está encerrando en sí como un erizo, con sus púas en guardia, contra los que no piensan ni aman como él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario