No va a desaparecer la democracia en los EE. UU. Para eso sería necesario demoler siglos de historia, instituciones y estilos de vida. Pero sí puede verse alterada. De esa alteración las nefastas consecuencias para el resto del mundo serían evidentes.
La posible alteración de la democracia norteamericana tiene un nombre: Donald Trump.
Casi todos pensábamos que sus exabruptos eran simulaciones. Pero ganó y siguió siendo el mismo. No era táctica. Los nuevos ministros lo confirman. Millonarios radicales, radicales millonarios y, sobre todo, predicadores del odio.
Odio a los que piensan diferente, a la clase política, al establishment. Odio que surge del resentimiento más profundo. Odio hacia arriba y hacia abajo. Odio que como todo odio viene del miedo. De ese miedo inherente a la especie humana, únicos animales que sabemos de la muerte. Odio dirigido hacia todo lo que parezca distinto, sea el color de la piel, la diversidad sexual, la nacionalidad. Y antes que nada, odio a esos pobres mexicanos convertidos por la demagogia “trumpista” en gente sucia, ladrones, traficantes, violadores, en fin, todo lo que sirva para depositar odio.
Ya existe un enemigo interno. Solo falta localizar al externo.
El enemigo externo es variable. Puede ser un día el Islam, otro día China, la “decadente” Europa, la globalización o todo a la vez. Lo importante es que ese enemigo exista. Y si no, deberá ser inventado.
La política es el medio que usamos para derrotar a nuestros enemigos sin recurrir a la guerra pero sin prescindir de la lógica de la guerra. Tesis central de Carl Schmitt. Pero el enemigo de Trump no es el enemigo político de Schmitt. Según el jurista alemán, el enemigo real se combate, pero no se odia. Trump, en cambio, predica odio.
Los judíos durante la Alemania nazi también fueron inventados como objeto del odio: un pueblo sin nación en contra de un pueblo alemán con nación. Los sin nación intentan apoderarse de “nuestra nación”, decía el credo hitleriano. Así como los rusos amenazan desde fuera, los judíos amenazan desde dentro, era uno de los lemas de Goebbels. Su objetivo es la desintegración interna de la nación. Son parásitos que carcomen los intestinos de Alemania. El Holocausto, de acuerdo a la perversión nazi, fue presentado como una operación quirúrgica. Afortunadamente los mexicanos de Trump tienen una nación. Los muros y alambradas no serán construidos dentro, sino entre dos países.
El problema Trump no sería tan grave si estuviera recluido en los límites de su país. Al fin y al cabo los EE. UU. se han dado el lujo de tener muy malos presidentes y ninguno ha podido lesionar las raíces del constitucionalismo. El problema es que Trump irrumpe en un mundo marcado por una ofensiva mundial en contra de la democracia. Como dijo sin rodeos el Presidente de Alemania, Joachim Gauck, en su último discurso: “La democracia liberal está siendo bombardeada”.
El asalto a la democracia perpetrado ayer por estalinistas y nazis chocó con la nación norteamericana. Todavía los europeos no logran reconocer su enorme deuda. Si no fuera por USA, Europa habría capitulado frente al nazismo o frente al comunismo o frente a ambos. Europa, la Europa de hoy, es el resultado de una decisión norteamericana. Hoy esa decisión ya no será posible. Por lo menos no, mientras gobierne Trump.
Si Trump logra consumar su proyecto aislacionista en nombre de la lucha en contra de la globalización, vale decir, si logra separar geopolíticamente a USA de Europa, Europa quedará librada a sus enemigos. Esos enemigos son principalmente tres: el terrorismo islamista, la expansión geopolítica de la Rusia de Putin y el surgimiento de movimientos políticos neo-fascistas.
Se trata, para decirlo con las palabras de Karl Popper, de los enemigos de la “sociedad abierta”, vale decir, de los partidarios de la “sociedad cerrada”, ideal que parece ya formar parte del patrimonio ideológico de Trump.
Sin embargo, los enemigos de la sociedad abierta ya no son los del pasado. Son nuevos enemigos. Ellos obligan —citando al teólogo y politólogo alemán Johann Hinrich Claussen— a “deletrear” nuevamente el concepto de “enemigo”. “Un enemigo se diferencia de un adversario”, escribe Claussen. Y agrega:
“El adversario se mueve en el mismo marco, pertenece al mismo sistema, comparte convencimientos básicos. Él es un competidor con quien se intenta disputar, antes que nada, con buenos argumentos. Naturalmente, siempre se desea derrotar al adversario. Pero si eso no es posible, debemos aprender a aceptar sus victorias o a negociar con él algún compromiso”.
El adversario, de acuerdo a Claussen, es el enemigo político y equivale en cierta medida con el ya clásico concepto de enemistad política defendido por Carl Schmitt (Der Begriff des Politischen). También es equivalente con el concepto de “enemigo de la sociedad abierta” acuñado por Popper.
El enemigo de la sociedad abierta, según Popper, no es un enemigo personal. El enemigo popperiano a diferencias del enemigo schmittiano es más bien un sistema de conceptos e ideas cuyos antecedentes históricos provienen, según el filósofo, de la antigua Atenas. El punto de partida creyó encontrarlo Popper (erradamente, dicen con razón sus contradictores) en la figura de Platón. Ese enemigo tiene un nombre. Fue el, por Popper llamado, “historicismo”.
Por historicismo entendía Popper una concepción de la historia sometida a leyes, leyes que más allá de toda contingencia están orientadas hacia un fin predeterminado. De más está decir que Popper apuntaba en contra de la concepción hegeliana-marxista de la historia.
Hegel y Marx, siguiendo las premisas de Popper, fueron exponentes de un platonismo ideológico adaptado a la era moderna. Con el objetivo de alcanzar la realización de la idea absoluta que debería culminar en la sociedad perfecta, los historicistas defendían la supresión de las libertades básicas de la “sociedad abierta”. Los seres humanos, de acuerdo a esa concepción, no podían ser sino medios destinados a usarse en el proyecto que debería conducir a la realización de la historia. El totalitarismo ha sido siempre teleológico.
El historicismo es el enemigo intelectual de la sociedad liberal a la que Popper llama “sociedad abierta” en contraposición a las “sociedades cerradas” o no libres. No deja de ser sintomático observar que hoy, el autoritario presidente de Hungría, Víctor Orban —como si hubiera querido confirmar la tesis central de Popper— ha acuñado el concepto de sociedad i-liberal como alternativa en contra de esa Europa, según él, decadente, incapaz de defender los valores heredados de la cristiandad medieval.
Probablemente analizando los discursos de neo-enemigos como Orban, llegó Claussen a una importante conclusión. Quienes durante el siglo XX postulaban la supresión de “la sociedad abierta” no lo hacían guiados por el odio sino por convencimientos ideológicos o filosóficos. En cambio los actuales enemigos odian a la “sociedad abierta” y por cierto a sus defensores. Vale la pena citar otra vez a Claussen:
“El enemigo (de hoy) debe ser diferenciado de un adversario. Él nos odia a nosotros y nuestra cultura política, no comparte nuestras concepciones básicas (…….) Por eso su arma no son los argumentos sino la violencia: la violencia comunicativa, psíquica y corporal. También por eso hay que luchar en contra de él de manera distinta que contra un adversario. Él no debe obtener la más mínima parte del poder, su victoria debe ser impedida bajo cualquiera condición. No debe haber ninguna tregua. No se puede aceptar ningún apaciguamiento (appeasement). No se debe retroceder frente él. Hay que resistirlo (…) Solo un error no podemos cometer: no debemos odiar al enemigo y responder a su odio con otro odio” (Traducción, FM)
Un enemigo que odia y no piensa no es un enemigo discursivo. Los enemigos de la sociedad abierta son hoy enemigos antipolíticos. Esa es la gran novedad que trajo el siglo XXl. Los nuevos enemigos de la democracia no poseen una visión de futuro, no recurren a las ciencias ni a las ideologías para fundamentar su poder. Simplemente odian. Su lucha comienza y termina en un odio desatado frente al occidente político.
Los terroristas del Islam —la expresión más radical del odio— no escriben manifiestos ni dan a conocer una doctrina. Solo matan. Los grupos, sectas y partidos que constituyen el neofascismo (nombre verdadero de lo que los sociólogos galantes denominan “populismo”) tampoco siguen a grandes doctrinas. Su política solo reconoce a tres fobias: xenofobia, homofobia y eurofobia. ¿Cómo polemizar con fobias? Frente a esas nuevas fuerzas políticas los partidos democráticos no logran encontrar el idioma adecuado. Su impotencia política frente a ellos es manifiesta.
Las nuevas autocracias expandidas a lo largo del mundo, crecientes en Europa, tampoco están dotadas con una alta racionalidad política. Más allá de las diferencias ideológicas, las principales —la de Hungría, la de Turquía y la de Rusia— persiguen objetivos precisos. En lo interno, sustituir el sistema de partidos por el principio del gran líder (Führerprinzip).
A diferencia de las democracias occidentales en las cuales el gobernante es el representante de un partido o coalición de partidos, en las neoautocracias los partidos representan a la persona del gran líder. Esa tendencia ya ha cruzado el Atlántico. No, no me refiero a Bolivia, Nicaragua o Venezuela. Me refiero a la USA de Donald Trump.
El verdadero partido de Trump no es el republicano: su partido es el trumpismo. La sede formal del gobierno será la Casa Blanca. Pero la sede real es la Torre Trump. ¿Quién iba a pensarlo? El Führerpinzip ha sido implantado en donde menos podía pensarse. Trump está mucho más cerca de Orban, Putin y Erdoğan que de todos los presidentes habidos en la historia de los EE.UU.. La innegable empatía que comparten entre sí esos “hombres fuertes” es correlativa al odio que sienten por la “sociedad abierta”.
Los ataques destemplados de Trump a Merkel, su proyecto de demoler la OTAN, las visitas que realiza Marine le Pen a la Torre Trump, el hecho de que hoy Trump junto a Putin se han transformado en íconos de movimientos neofascistas, son signos evidentes de que está teniendo lugar algo mucho más fuerte e intenso que la simple revisión de tratados comerciales. Se trata de una agresión a los fundamentos de la sociedad liberal, a la sociedad abierta de Popper, en breve: a la democracia occidental. Frente a esa ofensiva, Europa luce indefensa, ingenua, incluso complaciente. En cierto modo está pagando los costos de no haberse alineado a tiempo en torno a las proposiciones de Obama.
Como si hubiera previsto el peligro, Barack Obama no se cansó de repetir que Europa debía abandonar el rol de continente protegido por USA. Obama insistió, además que, tanto por cercanía geográfica y vínculos políticos con el Medio Oriente, los países europeos debían asumir un rol activo en la guerra en contra del ISIS. Solo Francia y Alemania cumplieron con mínimas obligaciones. La mayoría de los gobiernos europeos no fue leal a Obama. El vacío dejado por Occidente no tardaría en ser aprovechado por Putin, hoy convertido en fuerza orientadora de las tiranías de Siria e Irán. Si llega a realizarse una alianza Putin-Trump, será quizás derrotado el ISIS. Pero el precio será la desintegración política de Europa. ¿Nos aproximamos hacia el fin del Occidente profetizado por Joschka Fischer?
Faltan cinco para las doce pero aún no es medianoche. Todavía hay tiempo para que la Europa democrática reaccione y salte sobre sus sombras. Puede ser incluso que la misma situación de indefensión en la que hoy se encuentra obligue a las fuerzas democráticas a buscar alternativas para sobrevivir. Pero para que eso suceda se requiere del abandono de algunas creencias que, si alguna vez tuvieron validez, hoy ya no pueden ser sustentadas.
La primera creencia dice que sociedad liberal resuelve por sí sola sus problemas. El laissez faire proveniente de la economía del siglo XlX no puede ser trasladado a la política del siglo XXl. Europa no podrá ser defendida si sus principales actores no reconocen que, para que la democracia se mantenga hay que asumir una militancia. Una militancia democrática más allá de los partidos y por supuesto, del eje regulativo izquierda-derecha. Ese es precisamente la segunda creencia que debe ser abandonada. El eje izquierda-derecha ya no designa la contradicción fundamental de la sociedad abierta.
Cuando emergen enemigos, no de determinadas políticas sino de la política en general, los que han sido adversarios no tienen más alternativa que unirse en contra del enemigo principal. Ocurrió durante el período de ascenso del fascismo. Ocurrió en la política mancomunada que mantuvieron la mayoría de los gobiernos europeos frente a las pretensiones expansivas de la ex URSS. Hoy se requiere, y quizás más que ayer, de la unidad de todos los demócratas. Estamos hablando antes que nada de la unidad de las tres grandes tradiciones de la política europea: la liberal, la socialdemócrata y la conservadora. Si estas tres corrientes históricas, pese a ser adversarias, no logran vincularse frente a los enemigos comunes, estos continuarán su camino.
La tercera creencia que hay que abandonar es por lo tanto la de una Europa sin enemigos. Entender de una vez por todas que la guerra declarada por ISIS no se expresa solo en actos terroristas aislados sino en la aparición de una cosmovisión que hace de la lucha en contra de occidente su razón de ser. Esa cosmovisión no está representada solo por el ISIS. Sus tentáculos envuelven a gobiernos con los cuales Europa ha mantenido hasta ahora excelentes relaciones comerciales, entre ellos Arabia Saudita y los principados petroleros que la siguen.
Europa debe entender al fin que Putin continuará su política de expansión territorial si es que no surge una alternativa que lo detenga. La UE y los gobiernos europeos lo dejaron invadir Ucrania oponiendo en contra ridículas sanciones comerciales que ni siquiera se cumplen. Hay que mantener contactos diplomáticos con Putin, es inevitable, pero también hay que mostrarle los dientes. Si no es así el próximo paso después de Ucrania serán los países bálticos. ¿Lo dejará Europa avanzar? Eso pasa por la decisión de crear una línea de defensa continental, con los EE. UU., ojalá. Pero en caso de que se cumpla la maldad trumpista destinada a destruir a la OTAN, Europa debe aprender, de una vez por todas, a defenderse sin la ayuda de USA. La tecnología la tiene. Solo falta la voluntad política.
Los partidos neofascistas han de ser enfrentados en todos los terrenos pero nunca como comensales de salón. Frente a su avance deberán ser creadas grandes coaliciones, aunque sea al precio de deponer principios e identidades. En Francia, lo más seguro es que las elecciones de abril obligarán a una segunda vuelta en la cual la mermada izquierda deberá volver a apoyar a las fuerzas conservadoras en contra de la posibilidad lepenista. De nada servirá a la izquierda francesa decir que Le Pen y Fillon son lo mismo. Puede que entre ambos existan concordancias, pero no son lo mismo. Se pueden tener políticas similares, pero no es lo mismo cuando son ejecutadas por conservadores tradicionalistas que por fascistas.
Más allá de las demandas sociales o políticas, lo que está en juego en Europa es la vigencia de valores universales forjados desde el período de la Ilustración. En las palabras de Joschka Fischer: “Ese Occidente tal como hasta ahora lo conocemos”. Eso lo sabe, y lo ha dicho con palabras muy claras, Angela Merkel, destinada a convertirse en el blanco de los más feroces ataques de los enemigos de la Europa moderna pero también, y quizás por lo mismo, en la principal líder de la democracia liberal, esa sociedad abierta que no puede ni debe ser entregada jamás a sus enemigos. Quizás esa es la razón por la cual Donald Trump, siguiendo la línea trazada por Putin, ha atacado —nótese: después de haber ganado las elecciones— con ferocidad a la canciller alemana.
Las luchas electorales que tendrán lugar durante 2017 en Europa decidirán el destino definitivo del occidente político. O se hunde bajo sus ruinas o se levanta sobre las ruinas. Después de Trump no hay caminos intermedios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario