TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
I.
Al mediodía del 3 de enero de 2017, el sol inclemente ataca sin piedad a las miles de personas que cruzan a pie, en ambos sentidos, el puente que une a Venezuela y Colombia. San Antonio de un lado. La Parada, camino de Cúcuta, del otro.
Lo que encontramos al paso es sobrecogedor. Todo hace recordar aquellas escenas –cientos de veces vistas en el cine y la televisión– de multitudes que en largas filas y con muchos enseres al hombro, buscando paz y alimentos, huyen de un país en guerra por la línea fronteriza hacia el país vecino. El que no está en guerra.
Como en las películas, aquí nadie sonríe. Cada quien –o cada grupo– camina a la mayor velocidad que puede. Quiere llegar lo más rápido posible al otro extremo. La frontera se cierra o se abre, unilateralmente, de acuerdo con los caprichos del gobierno rojo. En este momento está abierta solo para los peatones. Una pancarta de pequeñas dimensiones informa el horario de tránsito. De 6:00 am a 8:00 pm, entre semana. Hasta las 9:00 pm sábados y domingos. Fuera de esa hora, en teoría, nadie puede pasar.
II.
El primer impacto del otro lado ocurre cuando cambiamos la moneda. Como no voy de compras sino a visitar a venezolanos perseguidos políticos que han tenido que refugiarse en el país vecino, cambio solo 20.000 bolívares en billetes de 50, el segundo billete de más alta denominación en Venezuela. La imagen es deprimente: entrego 400 billetes recién impresos y recibo a cambio dos, ¡solo dos!, manoseados billetes de 10.000 pesos. Uno de los de más baja denominación en Colombia. Por debajo solo queda el de 5.000 pesos.
Ahora un peso es un bolívar y un centavo. Cuando era estudiante universitario y viajaba con mi padre a hacer compras, entregábamos un bolívar –equivalente a 1.000 de los de ahora– y nos devolvían hasta 17 pesos.
A medida que avanzamos vamos descubriendo el inframundo que se teje alrededor de la peregrinación de venezolanos buscando adquirir lo que en su país es muy difícil de conseguir. O es muy costoso.
El trabajo más “popular” entre los colombianos de la zona es el de cargadores. Los hay de todo tipo. Desde los “carrucheros” que se las ingenian para transportar paquetes y personas de la tercera edad por los casi dos kilómetros que se deben caminar desde San Antonio a La Parada, hasta quienes simplemente se echan inmensos sacos al hombro. También hay tarantines donde “Se cuidan maletas” o cubículos improvisados, protegidos por cortinas de plásticos, donde se alquilan “bacinillas” de peltre para hacer las necesidades.
III.
A las 7:45 pm el puente internacional es una caravana de angustias. Si cierran el paso te quedas en Colombia. Cuando llega la hora, los guardias nacionales comienzan a hacer sonar sus silbatos y a mover las barricadas de madera y alambre de púas que recuerdan los campos de concentración de la Alemania nazi.
Todo el mundo corre arrastrando sus maletas cargadas de harina, arroz, azúcar, medicinas, papel higiénico, detergentes. Muy pocos compran por unidades. No vale la pena. La carga de regreso es pesada. La mano de obra colombiana con sus carruchas y sacos al hombro corre también. La imagen de Alepo en Siria no me abandona.
A esa hora ya se han retirado los compradores de cabellos. Mercaderes que ofrecen hasta 80.000 pesos por una cabellera femenina. Llevan a la dama a un lado del puente, le cortan el cabello, y le pagan en cash. Los cambistas recogen carretillas inmensas de billetes venezolanos transportados a casa sin ningún temor.
IV.
Una vez cerrada la frontera entra en escena un nuevo tipo de actores: los cargadores de venezolanos. Para quienes no lograron cruzar el puente a tiempo, les resulta más barato pagarle a ellos que un hotel en pesos. El cargador se arremanga los pantalones y se echa a la espalda –allá se dice “atuchar”– al cliente venezolano para atravesar entre las piedras del río Táchira sin que se moje y lo dejan, seco y salvo, del otro lado. Una parte del pago va para los guardias nacionales.
La secuencia del puente es algo así como el ensayo general del apocalipsis. La síntesis de todo cuanto nos ocurre. La confesión de un fracaso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario