lunes, 8 de mayo de 2017

Contra la máquina de matar

Alberto Barrera Tyszka


Te aseguro que sería mucho más sencillo concluir que todo es un problema de maldad y de cinismo. Pero la realidad es más compleja, es peor. También es más peligrosa. Nos gobierna el fanatismo. En los más importante espacios del poder se ha instalado una élite, que se auto proclama el “Alto Mando Político Militar de la Revolución”, que se asume como la única expresión válida del pueblo, víctima permanente de conspiraciones de todo tipo, pero designada por el dios de la historia para liberarnos a todos de cualquier mal. Tienen una versión sagrada de sí mismos. Nos enfrentamos a una secta.
Por supuesto que, en más de un caso, se trata de un fanatismo muy conveniente y oportuno. Por supuesto que hay negocios de por medio, grandes intereses que necesitan legitimar y proteger casi dos décadas de corrupción, casi veinte años de privilegios y de saqueo a las riquezas de todos los venezolanos. Los “salvadores del pueblo” no rinden cuentas, no se dejan auditar, no aceptan controles. No se sacrifican por la Patria a dólar negro. Se trata de un fanatismo muy rentable. Es el último recurso que poseen. A medida que el espectáculo de la revolución se descascara, va quedando sola esa ceremonia, esa vehemencia, esa ceguera. Están dispuestos a todo, menos a ceder, menos a moverse.
Esta semana, en una reunión con periodistas, las palabras de Elías Jaua, Jefe de la Comisión Presidencial Constituyente, fueron una evidencia excepcional de todo esto. El punto de partida de su argumentación propone una encrucijada sobre si “somos una sociedad diversa culturalmente, étnicamente, racialmente, socialmente… o si somos lo que una pequeña élite minoritaria piensa que debe ser Venezuela”. No te equivocaste. Si quieres lee de nuevo. Tómate tu tiempo y fíjate bien en las comillas. Así. Exactamente. Eso fue lo que dijo el Ministro de Educación. Es cierto: parece más bien una cita de un discurso de Miguel Pizarro, de un editorial de César Miguel Rondón, de una homilía de Monseñor Baltazar Porras… Pero no. Así habla el oficialismo. El mismo oficialismo que se niega a reconocer la realidad, que esconde las estadísticas, que asegura que en el país no hay hambre ni descontento. El mismo oficialismo que, ahora, pretende sustituir la experiencia ciudadana del voto de las mayorías por una pequeña asamblea de su partido minoritario.
¿Por qué un gobierno que lleva más de un año impidiendo cualquier proceso electoral, de pronto ofrece realizar una Constituyente? Elías Jaua lo explicó muy nítidamente: “Vamos a contarnos, vamos a escuchar al pueblo de verdad”, dijo, dejando colar que —entonces— existe un pueblo de mentira, irreal, un pueblo que no merece contarse.
“Nosotros no nos podemos arrogar la voz del pueblo”, afirmó, para indicar de inmediato: “Pero los 500 o 200 que están todos los días quemando, enfrentando, matando… tampoco son el pueblo”. El giro es demasiado obvio. Para el representante presidencial, todas los venezolanos que han participado, de diversas maneras, en cualquier manifestación, durante las últimas semanas, son muy poquitos, son incendiarios y son asesinos. Así habla el hombre que quiere proponerle una diálogo democrático y constitucional a la sociedad.
No dijo Elías Jaua que, hasta ese momento, el país tenía un saldo de 36 muertos y más de 600 heridos. No nombró a ninguno de los fallecidos. No habló de la represión. No habló de las acciones violentas y criminales de policías y soldados. Más bien, dijo: “Nosotros estamos enfrentando una insurgencia armada con agua y bombas lacrimógenas”. ¿Cómo no se le pudrieron las cuerdas vocales en ese momento? ¿Cómo no le crujió la memoria? No. Para nada. Suavemente, confiado, con mucha fe en sí mismo, añadió: “Nosotros ya no podemos dar más muestras de tolerancia”. Lo dice el funcionario de un gobierno que se niega a soltar a presos legalmente liberados. Lo dice el funcionario de un gobierno que usa armas de guerra para reprimir manifestaciones civiles. Lo dice el funcionario de un gobierno que no permite que en el país cualquiera hable mal de quien le de la gana. Lo dice el mismo funcionario que, hace tiempo, amenazó con darle unos coñazos al periodista que publicó una verdad incómoda.
Después de la derrota de diciembre del 2015, el oficialismo comenzó a preparase para gobernar sin pueblo y sin elecciones. La alternancia política no existe dentro de la lógica chavista. Eso es entregarle el poder al fascismo (también lo dijo el compañero Jaua en su intervención). Se aferran al fanatismo porque cada vez tienen menos argumentos y porque cada vez están más solos. Más que un gabinete ejecutivo parecen un club de sordos que repiten solitariamente el mismo monólogo. La Constituyente es un concepto aun peor que el de la guerra económica. En su terco empeño por negar lo que ocurre, solo logran profundizar el caos, hundirse más en su propia tormenta.
El oficialismo ha convertido el Estado en una máquina de matar. Por más que hablen de paz, la máquina sigue ahí, nunca se detiene. Te mata de hambre. No te atiende en los hospitales. Te roba el dinero. Se financia con tu plata. Te obliga a hacer colas. Nunca te informa lo que en realidad ocurre. Niega en la televisión lo que te duele, lo que pasa. Cuando tu lloras, la máquina celebra. Se ríe de ti. Si te atreves a protestar, te bota del trabajo. Si quieres manifestarte, te dispara. Te prohíbe caminar por tu ciudad. Te vigila. Te castiga. Te golpea, te detiene, te tortura. Te mata. Pero no lo olvides: hace todo esto porque te ama. Porque te quiere salvar.
El humo de las bombas lacrimógenas también asfixia los matices. Ya todos estamos sobre el mismo precipicio. Al gobierno no le importan los muertos. Tampoco le importan los vivos. Al gobierno solo le importa el gobierno. Está dispuesto a todo con tal de no cambiar. Y apuesta por el desgaste. “Aquí solo es posible la paz con revolución”, dice la secta. Pero del otro lado hay un país desesperado, queriendo defender su propia existencia. Es el país de las víctimas. Es también el país de la ciudadanía. El país que —frente al fanatismo de la máquina de matar— se aferra a la infinita e impúdica diversidad de la vida

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