jueves, 29 de junio de 2017

La transfiguración de Nicolás Maduro


Ibsen Martinez

El registro cronológico de los gustos vestimentarios de Nicolás Maduro sugiere que erigirse tirano fue siempre el designio secreto, no solo suyo, sino también de quienes lo necesitan como sanguinario fantoche de una narcodictadura militar pura y dura.
Por los días en que su mentor, Hugo Chávez, andaba aún sobre la tierra exhibiendo, abotagado y risueño, los estragos de la mexadetasona, como si pensara seriamente regresar con vida de una cuarta, tal vez también de una quinta, sexta o hasta séptima visita a los quirófanos cubanos (¡la medicina cubana es milagrosa!), Maduro vestía de traje oscuro y corbata. Sartorialmente hablando, Maduro era por entonces indistinguible de cualquier guarura mexicano.
En Venezuela la voz guarura designa un instrumento aerófono precolombino hecho de una concha marina de regular tamaño que, al soplarse, deja escapar un ulular muy semejante al de un león marino. En México, en cambio, ¡cosas del habla en cada patio de nuestra América!, guarura es voz de origen posiblemente tarahumara que designa sin más al guardaespaldas. Vestido con su traje de confección, y mucho más si gasta bigotazo, el guarura mexicano estándar es indistinguible de Nicolás Maduro en tiempos en que era eso, precisamente, un guarura más de Chávez, debidamente camuflado como vicepresidente o canciller.
Tan pronto el Comandante Eterno dio el salto del tordito guanabanero, en marzo de 2013, Nicolás, ya ungido sucesor, dio en imprimir paulatinos cambios a su “torpe aliño indumentario”. Lo primero que hizo fue tocarse con un sombrero de yarey, de horma cubana. De la guayabera roja hablaré luego; aparquemos por un párrafo o dos en esto del sombrero de yarey.
De lejos puede tomarse por un sombrero campesino venezolano, con el que se protegería de la inclemencia del sol un mozo de faena llanero en una novela de Rómulo Gallegos. Pero bien sabemos que hoy día nuestros llaneros ya no se tocan con sombreros de palma sino con gorras de béisbol, cascos de vinilo desechados por Petróleos de Venezuela, y, en casos de extrema vanidad, con esa variante del borsalino de piel de conejo y ala ancha, hecho en Italia, que al llanero le recuerda el pelaje gamuzado del fruto del guamo, singular leguminosa tropical. Y, si el llanero es chavista, no va a caballo, sino en pick-up Toyota Tacoma.
Fue risiblemente tocado con ese pobretón y anacrónico sombrero de desflecado yarey cubano, que Maduro vio a Chávez transfigurado en un tucusito (chrysolampis mosquitus) por conducto del cual el Comandante Eterno habló desde el más allá. Si bien el chrysolampis mosquitus, abundante en Venezuela, no es ave prensora, no es menos cierto que Chávez fue en vida hombre corpulento y muy parlero y es concebible que, al verse reencarnado en un pajarito de apenas ocho centímetros de largo, la sobredosis de dexametasona llevase a Chávez a trinar iluminadoras admoniciones para Nicolás.
La guayabera roja no requiere mayor elucidación: la guayabera es el uniforme oficial de los mandatarios de la cuenca del Caribe, de rigor en sus inconducentes cumbres del Caribe. Nico las prefiere de rojo para singularizarse de tanto palurdo neoliberal lacayo del imperialismo yanqui. Lo que nos lleva a la guerrera verde oliva, extraña cruza entre saco de liquiliqui y capote norcoreano color caca de oca con que últimamente intenta ocultar su deleznable origen civil a los ojos de sus ventripotentes narcogenerales. A diferencia de estos, Maduro no exhibe el capote cubierto de condecoraciones ni porta bastón de mando. Le basta con su morruda expresión de subordinado babieca asesino, ya muy hecho a su vil oficio, y su sombrío atuendo de verdugo de los jóvenes venezolanos.

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