RAMON PEÑA
El desplome de las dictaduras en América Latina ofrece una variadísima escenificación. Incluye el final sangriento de odiados tiranos como Anastasio Somoza y Leonidas Trujillo, la espectacular captura de Manuel Antonio Noriega y todas las variantes de golpes de estado que han aventado a un buen número de dictadores. Pero también presenta los casos en los que la liquidación de estos regímenes la ha precipitado el propio intento de los déspotas por atornillarse en el poder. Veámos.
En Uruguay, en 1980, la dictadura cívico-militar, la de Bordaberry y Aparicio Méndez, que gobernaba desde 1973, responsable de numerosos crímenes de lesa humanidad, propuso un plebiscito –basado en la Ley vigente- para una reforma constitucional que formalizara el régimen de facto por los cinco años siguientes e institucionalizara el poder militar. Pese al ventajismo electoral, la oposición democrática le ganó al oficialismo. Se inició el proceso de democratización del país, otorgándoles importantes concesiones a los dictadores salientes. Ocho años más tarde, en Chile, Augusto Pinochet, luego de 15 años de opresión, organizó un referéndum -basado en las disposiciones transitorias de la Constitucion de 1980- que determinaría si continuaba en el poder hasta 1997. Triunfó el NO y se negoció la transición hacia la democracia, también en este caso con importantes beneplácitos, en especial para el propio Pinochet.
En Venezuela, en 1957, el régimen de Marcos Pérez Jiménez ideó una fórmula que violaba la Constitución aprobada en 1953 por los propios partidarios del dictador: un plebiscito para alargar su mandato por otros cinco años. Resultado: una rebelión civico-militar que a los dos meses lo echó del poder. En Argentina, en 1982, Leopoldo Galtieri, de manera aun menos ortodoxa, para rescatar al régimen de un terrible precipicio económico y político, inventó una guerra que no solo acabó con su gobierno, sino también con la vida de centenares de jóvenes soldados argentinos. Hoy, en Venezuela, la dictadura, para salir de su precipicio, ha escogido como fórmula una menestra que ensambla las ideas de estos dos últimos déspotas. Una receta que le asegura su caída y, eventualmente, hasta sin concesiones.
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