Carujadas
Elías Pino Iturrieta
PRODAVINCI
No he retenido el nombre del chafarote de quien depende la custodia de la Asamblea Nacional (AN), ni lo quiero retener. No será por mis letras que se inscriba con sus señas en los anales de la antirrepública, aunque lo merece. Otras crónicas dedicadas a la descripción de nuestras oscuranas, de nuestras porquerías, se ocuparán del detalle. Lo llamaré simplemente el chafarote, en la seguridad de identificarlo con redonda fidelidad. En cambio, al presidente del Parlamento, Julio Borges, lo menciono con respeto. En un episodio digno de todo repudio fue la encarnación del civismo frente a la fuerza bruta.
Los hechos ocurrieron el pasado 27 de julio. Fue suspendido el debate en el hemiciclo cuando se tuvo noticia de que unos guardias nacionales habían agredido a dos diputadas. Ellas les reclamaron la entrada de unas cajas provenientes del Consejo Nacional Electoral, que no debían permanecer en el interior del Parlamento sin provocar suspicacias, pero recibieron como respuesta unos gritos y unos golpes.
Los representantes del pueblo salieron a proteger a sus colegas, pero fueron recibidos por una soldadesca que los trompicó con escudos y corazas. De inmediato, una poblada que olía a Monagas mezclado con Maduro, es decir, a populacho ligado con lumpen, trató de hacer estragos en el lugar. Por fortuna, la barrera de los diputados y un fugaz rapto de conciencia cívica metido en el pellejo de los troperos detuvo la invasión. De seguidas se produjo el incidente entre Borges y el chafarote.
El presidente de la AN entró en los dominios del chafarote para reclamar la conducta de sus subordinados, pero recibió, en lugar de explicaciones y disculpas, bullas incongruentes, destemplanzas y, para coronar la escena, un empujón por la espalda. El presidente de la institución trató de argumentar, mientras la agitación predominaba en los aledaños. Llamó la atención sobre el desmán que se llevaba a cabo, sin obtener la respuesta de carácter institucional que merecían su lugar entre los altos poderes del Estado y la obediencia de los militares a la autoridad civil.
Los gestos y las lenguas del chafarote contrastaron con el comedimiento de Borges, quien optó por retirarse después de cumplir su obligación de sugerir decencia y recato al interlocutor. Misión imposible, dadas la facha y los ademanes del infeliz sujeto que lo afrentaba, pero conducta merecedora del encomio de la ciudadanía. No pudo estar mejor representada entonces la soberanía popular, cuyos representantes eran sometidos a vilipendio.
Desde la creación estable de la república, en 1830, la Constitución fundacional dispuso la dependencia de los militares ante el poder civil. No solo se eliminó entonces el fuero castrense, sino que también se sugirió a los uniformados, sin oficio por la culminación de las guerras de Independencia, que se incorporaran al avance de la nación a través del ejercicio de actividades productivas; o que participaran en las elecciones de cuerpos colegiados sin las ventajas que les concedía su celebridad de guerreros vencedores. Podían dar ejemplos de patriotismo, decían los repúblicos de la época, trabajando como agricultores o como ganaderos, o aficionándose a los discursos de los candidatos que optaban por cargos electivos. La norma fue incluida en las Constituciones del futuro, mientras la invitación para que se integraran a la cohabitación moderna sin salir del cuartel, o pidiendo la baja para actuar como hombres comunes en la política y en el fomento de la riqueza, se machacó luego sin solución de continuidad.
La norma y las conminaciones se estrenaron mientras el general Páez ejercía como jefe del Estado, pero también cuando el general Soublette lo sucedió en la casa de gobierno y el general Carreño trabajó de vicepresidente, conductas de las cuales se deduce cómo la ley se pasea en paz por acantonamientos y fortalezas si persigue de buena fe el bien común.
La pugna entre el bien común y los intereses sectoriales, entre las miras amplias y la mezquindad, se concretó por primera vez en 1835, durante los inicios del gobierno del presidente José María Vargas. Los oficiales del “Ejército Libertador” se levantaron en armas, tras el objeto de restablecer las prerrogativas que había negado la Carta Magna cinco años antes. Querían que se les tratara como en el pasado colombiano, con tribunales especiales y con precedencia frente a las demás instancias de administración; con recompensas y distinciones por la sangre derramada en las batallas contra los realistas, sin tanta solicitud de credenciales ni probanzas de aptitud cuando buscaban los pocos cargos remuneradores que ofrecía el erario.
El alzamiento fracasó, para fortuna de la república, pero dejó para la posteridad las Epístolas Catilinarias de Francisco Javier Yanes, en cuyas páginas se consideró al militarismo como una amenaza recurrente y de arduo desarraigo en el futuro. También fijó en la sensibilidad de las generaciones venideras la escena del diálogo entre el coronel Pedro Carujo, uno de los conspiradores, y el mandatario justo contra quien se erizaron las bayonetas.
Por la mala prensa que lo ha acompañado con asiduidad, Carujo se puede prestar para una fácil analogía con el chafarote de nuestros días. Sin embargo, no es lícito el parangón por la diferencia abismal de épocas y porque el alzado de 1835 podía exhibir un currículo realmente incomparable. Carujo quedó marcado por su participación en el atentado contra la vida del Libertador, un intento de magnicidio criticado con fundamento por sus contemporáneos y por los historiadores de todos los colores. Debe, en consecuencia, arrastrar el baldón a través del tiempo, pero no fue un espadón corriente. Estudioso sin prisas, escritor correcto, miembro de tertulias ilustradas, catedrático en Bogotá y autor de discursos que llamaban la atención por lo avanzado de sus posiciones liberales, las propuestas que envió desde la cárcel a las sesiones de la Convención de Valencia, en cuyos escaños se restableció la autonomía de Venezuela, se escucharon con atención para llevarlo al desenlace de la amnistía.
Supongo que el chafarote de la actualidad sabe leer y escribir, pero no tengo noticia de sus otras habilidades intelectuales. Es probable que ni se aproximen a los aportes del predecesor, detalle que hace mucho muy forzada la alternativa de juntar dos fragmentos de historia y dos biografías como si fuesen de catadura idéntica. No se pueden llenar con tanta facilidad las cuartillas de un escribidor. De allí que convenga colocar a Vargas como incomparable del todo, pese a que hoy no dejen de encontrarse parecidos con sus ejecutorias en la conducta de algunos líderes contemporáneos, Borges entre ellos, que deben lidiar con su militarada.
Lo importante del asunto, en todo caso, es comprobar cómo permanece e influye en Venezuela una facción antirrepublicana que la convivencia de casi dos siglos no ha podido desarraigar, pero contra la cual se lucha sin descanso como sucedió hace días en la AN.
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