domingo, 9 de julio de 2017

ORDEN EN EL DISCURSO
RAUL FUENTES
Gracias al algoritmo del juicio final (Doomsday algorithm), supe que el 5 de Julio de 1811 cayó viernes. Ese día, en la capilla de Santa Rosa de Lima de Caracas, se reunió un congreso de diputados seleccionados mediante sufragio censitario –obsoleta y excluyente modalidad comicial que Maduro y las brujas electoras aplican a la prostituyente comunera–, a objeto de concretar el proyecto de país soberano, y se encargó a dos civiles, Juan Germán Roscio, abogado guariqueño, hijo de un milanés y de una mestiza de La Victoria, y un médico de confuso origen gaditano o turinés, Francisco Isnardi, la redacción del Acta de Independencia de la Confederación americana de Venezuela, ratificada el domingo 7. Y no por 7, que estamos a 9, sino por domingo, viene a cuenta este cuento.
Gracias al pincel de otro ilustre civil, Juan Lovera, conocemos los rostros de esos padres fundadores de la República que vestían levitas y no guerreras. Y sin embargo… Sin embargo, los militares, empecinados en contar SU historia, se apropiaron indebidamente de los hitos fundacionales de la nación independiente para confundir la gimnasia con la magnesia… o viceversa. El 19 de Abril de 1810, que sepamos, así lo memorizamos en la escuela, la presión ciudadana y el dedo de un sacerdote torcieron el brazo del capitán general Emparan, no una acción relámpago de soldados de un ejército de liberación que quizás no pasaba de ser aspiración. Nada de escaramuza bélica hubo en lo que conmemoramos con apolillado protocolo y rutinario ceremonial cada 5 de julio, aunque esa fecha fue el eje de una cruza de feria chauvinista y fiestas patronales que Pérez Jiménez bautizó «semana de la patria»; para festejarla, hizo construir esa suerte de sambódromo idolátrico que llamamos Paseo Los Próceres, escenario de un desfile, a extático paso de vencedores –izquierdo, izquierdo; ¡izquierdo, derecho, izquierdo!–, de oficiales, cadetes y tropas que lucen sus disfraces y alardean de los juguetes sin repuestos suministrados por los perros de la guerra, transmitido en abusiva cadena mediática y narrado por un locutor oficial que remacha, con apoteósica cursilería, goebbeliana intención y voz de pompas y circunstancias, que fueron milicos los gestores de la epopeya tricolor, ¡uf!
A guisa de contrapeso a esa desmesura exhibicionista, el Parlamento democrático, que era bicameral y sus curules no eran tenidas por concesiones negociables con los poderes fácticos, celebraba sesiones solemnes para conmemorar efemérides de significación republicana –a las que asistían los representantes de todos los poderes constituidos–, y se distinguía a un ciudadano de méritos con la responsabilidad de pronunciar el discurso de orden; se escuchaban, entonces, voces lúcidas y críticas que, más de una vez, advirtieron sobre la necesidad de enderezar entuertos a fin de prevenir lo que fatídicamente se nos vino encima. Con la revolución bonita, solo hubo oídos para el panegírico insustancial y la monserga peregrina; por eso, después de 18 años de dogmática retórica, siguen siendo referentes ineludibles los discursos de  Luis Castro Leiva, en 1998, al cumplirse 40 años del 23 de Enero, y de Jorge Olavarría, el último 5 de julio del siglo XX, siglo cambalache, problemático y febril en el que la falta de respeto y el atropello a la razón mezclaron “revolcaos” en un merengue a Carnera, San Martín, Chávez y, ¡válgame Dios!, Bolívar.
Colocó Castro Leiva el dedo en la llaga al observar que “…el desprecio de la política es un hecho social demasiado grueso y negligente como para pasarlo por alto; demasiado ominoso para no verlo a la cara. Los gestores de la publicidad de la nueva idea de la política criolla se han empeñado en disfrazarlo: cultivan la ‘antipolítica’ como un modo de prolongar la indignidad en que tienen el oficio”. Temió, además, que nos tragáramos “la creencia autoritaria montada en el caballo de un ‘gendarme necesario’ a ponernos de rodillas para darnos de comer”. Estaba claro este Castro y lo estaba asimismo Jorge Olavarría que, año y medio más tarde, concitaría la ira de Chávez al señalar que el ritual se oficiaba en “una hora menguada de la patria, una hora triste, tensa y bochornosa. Preñada de peligros y amenazas para los que queremos vivir en libertad y democracia bajo el imperio de la ley”. Para terminar de sacarle la piedra al comandante, puso los puntos sobre las íes y criticó sus ataques a las instituciones democráticas: “Ni un solo poder constitucional ha sido eximido de sus amenazas. Ni uno solo”; denunció, además, el empeño en “equiparar la elección de la constituyente con un hecho revolucionario, creador de un gobierno de facto” y se sintió constreñido a “desvelar un enorme engaño, que nos está invitando a elegir, no a unos representantes encargados de hacer una nueva constitución, sino a unos dictadores”.
Los juicios de Castro y Olavarría (fallecidos ambos) son hoy tan pertinentes como fueron en el ayer que los suscitó. Ha corrido mucha agua bajo el puente, pero el reloj de la revolución permanece detenido en un tiempo que los legatarios del redentor aprecian glorioso. Después de dos décadas de ineptitud gerencial y tres períodos de pereza durante los cuales la diputación roja delegó en el Ejecutivo, vía habilitación, la función legislativa, y ante el indetenible avance de las fuerzas democráticas, el gobierno que agoniza quiere retrotraernos a sus días de oropel y pasajero esplendor para proyectarnos la misma película plagada de situaciones absurdas y actuaciones mediocres. Por fortuna, a pesar de los atropellos de la dictadura militar legitimada por el tsj, el pueblo sabe que sí hay futuro, que sus diputados batallan a su lado –¡bienvenida la fiscal!– para adecentar el país que el chavismo envileció. Estamos escribiendo una nueva acta de independencia: Américo Martín, hace un año –“El 5 de Julio no puede ser una fecha dirigida a fomentar la división”–, e Inés Quintero, el pasado miércoles, sin parar mientes en el asedio continuado al Palacio Federal –“Va siendo tiempo de eliminar la presencia de la fuerza armada en la conmemoración de este hecho memorable (…) y que el próximo año lo podamos celebrar sin desfile militar”–, pusieron orden en el discurso, vindicando el protagonismo de la sociedad civil en la gesta republicana. Esa sociedad que, a trancazos, cacerolazos y banderazos, le ha dicho basta a un mandón que se pasó de maduro y huele a podrido.

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