MIGUEL ANGEL MARTINEZ MEUCCI
POLITIKA UCAB
La llegada del chavismo al poder se caracterizó en todo momento por su orientación subversiva y revolucionaria. Si en una primera oportunidad el movimiento fracasó al optar por la vía de las armas, acometida mediante las intentonas golpistas de 1992, en un segundo momento su notable victoria electoral se vio inmediatamente acompañada por la voluntad de desmontar la Constitución de 1961. No hay que llamarse a engaños: el propósito de la constituyente de 1999 no era la creación de una nueva constitución sino facilitar a un proyecto revolucionario y autocrático el desmontaje de los controles y contrapesos que sostuvieron el pluralismo democrático de la República Civil. La prueba de lo anterior la proporcionó el propio Chávez, quien tan sólo 8 años después ya pretendía modificarla en más de 100 artículos para convertir a Venezuela en un “estado socialista”, así como actualmente también lo ratifica Maduro al lanzar su propuesta constituyente.
La irrupción de estos proyectos subversivos y revolucionarios dentro de una nación tiene consecuencias en la esfera internacional. Tales consecuencias dependen en buena medida del peso específico que el estado afectado ejerce en dicha esfera: no es lo mismo que se genere un proceso revolucionario en un estado como el francés, el ruso o el chino a que suceda en un pequeño país de la “periferia” mundial. En otras palabras, el tamaño sí importa. Y por lo general, la presencia de un “estado revolucionario” conlleva su voluntad de cambiar las normas y usos vigentes de lo que Hedley Bull ha llamado la “sociedad internacional”. Los estados revolucionarios intentan alterar las normas que rigen la convivencia pacífica entre los estados en un momento dado, dedicando con frecuencia su política exterior al esfuerzo de crear un nuevo statu quo, basado en nuevas normas y tratando de aumentar su papel relativo dentro de ese nuevo orden.
En el caso de Venezuela, podría señalarse que su influencia no es decisiva pero sí relevante en el entorno caribeño y latinoamericano, lo cual se debe en parte a su moderado peso geopolítico y sobre todo a su condición de principal petroestado del hemisferio occidental. El cambio de régimen político que representó la implantación de la hegemonía chavista en Venezuela, con su vocación subversiva y revolucionaria, se vio acompañado de una política exterior orientada a modificar las normas y usos que la “tercera ola democratizadora” fue implantando en casi todo el hemisferio occidental. El recelo que desde un principio se mostró ante la aprobación de la Carta Democrática de la Organización de Estados Americanos (aprobada en 2001), así como la inmediata vinculación que Chávez estableció con todo tipo de regímenes y fuerzas políticas contrarias a la democracia liberal, demostraron desde fechas muy tempranas que el chavismo se caracterizaría por una actitud sumamente extrovertida y polémica en materia de política internacional.
Fue de este modo que Chávez, plenamente consciente del creciente rechazo que entre las democracias occidentales generaría (con el paso del tiempo) su proyecto hegemónico y su voluntad de permanecer para siempre en el poder, se dedicó desde fechas muy tempranas a configurar una densa madeja de vínculos y alianzas, la cual incluyó a actores tan variopintos como los miembros del Foro de Sao Paulo, Irán, Siria, la Rusia de Putin, China, las FARC, la Libia de Gadafi, diversos partidos comunistas de Europa Occidental y, por supuesto, la Cuba castrista. Esta red se vio alimentada por petrodólares venezolanos, por la concesión de pingües ventajas comerciales a los nuevos socios y aliados, y por un apoyo irrestricto en toda iniciativa contraria al fortalecimiento de la democracia liberal.
A lo anterior se han sumado numerosas empresas y corporaciones que no por provenir de democracias consolidadas le han hecho ascos a la posibilidad de hacer negocios con la revolución, la cual, por su parte, tampoco se ha privado de participar en negocios ilícitos. La corrupción interna y transnacional, lejos de representar un daño colateral, se convirtió en un pilar del sistema y en la verdadera garantía de que los militares venezolanos, cada vez más inmersos en dinámicas de lavado de dinero, contrabando, extorsión y narcotráfico, no le darían la espalda al régimen. Por otro lado, también ha permitido callar muchas voces durante mucho tiempo, hasta el momento en que la debacle venezolana se ha hecho absolutamente inocultable y el régimen se ha hecho “mala paga”. El punto es que la red de solidaridades transnacionales se hizo tan densa y tupida, y ha involucrado a tal cantidad de actores, que la actual crisis venezolana no encontrará solución sin que previamente ese juego internacional no establezca sus propios acuerdos. La negociación, de la que tanto se viene hablando en estas semanas, no puede comenzar en Venezuela, y de hecho ya ha comenzado en el exterior.
Ahora bien, la solución negociada pasa por repartir costos aceptables para todos los grandes actores externos que están involucrados en la crisis venezolana. China no quiere perder más dinero; Putin quiere respeto y reconocimiento occidental a la primacía rusa en algunos espacios que considera parte de su área de influencia; Colombia requiere que se detenga el flujo migratorio de venezolanos; diversos actores occidentales demandan discreción y reglas claras. La democracia no podrá renacer sin que la política reconozca y acepte la verità effettuale delle cose. La paz no puede ser ingenua, a costo de no poder jamás materializarse. El hecho podrá quizás parecer bochornoso, hasta que se convenga en que los costos de soluciones alternas pudieran resultar absolutamente inaceptables, especialmente para los ciudadanos venezolanos. Esta coyuntura, lejos de ser una mala noticia, confirma que nos encontramos ante la primera posibilidad cierta de que la comunidad internacional se decida, por fin, a tomarse en serio la solución de la crisis venezolana. Los intentos anteriores se caracterizaron, bien por un menor sentido de la urgencia, por un menor interés directo en el tema, por un mayor desconocimiento de sus implicaciones, una menor voluntad política, una configuración internacional desfavorable, o bien por una lamentable coincidencia con otras agendas más urgentes.
La buena noticia es que hay grandes posibilidades de que el reparto de costos sea factible para los principales actores externos involucrados. O, al menos, para casi todos. De entrada, la excepción parece ser la Cuba castrista. Dentro de toda esta madeja internacional con la que Chávez deliberadamente intentó parapetar su revolución, Cuba ha desempeñado siempre un papel de excepción. Sus vínculos y afinidades ideológicas anteceden la llegada del chavismo al poder, y son tan fuertes que el castrismo, más que constituirse como su aliado o como modelo a seguir, ha llegado a operar como su verdadero cerebro tras bastidores. Su nivel de injerencia es enorme en múltiples niveles, pues instruye y dirige el aparato represivo del régimen chavista, coordina su política exterior, pilota sus programas económicos y orienta su modelo político. Los beneficios obtenidos de este control (dentro del cual Maduro ha constituido hasta ahora el instrumento más visible) han sido fundamentales para que el régimen castrista haya contado con suficiente oxígeno durante los últimos 15 años. Estos beneficios extraordinarios que le proporciona la explotación de Venezuela (entre los que se cuentan envíos de petróleo gratis a la isla, oscilantes entre los 40.000 y los 100.000 barriles diarios, o la creación conjunta de la CELAC, por citar un par de ejemplos) los obtiene a un costo tremendamente reducido, y son tan esenciales para la supervivencia del castrismo que la posibilidad de perderlos representaría un verdadero salto al vacío. Por ello, Cuba es, hasta ahora, la piedra de tranca de cualquier posible solución negociada en Venezuela.
Pudiera pensarse que dicha piedra de tranca no la constituye realmente Cuba sino el estamento militar venezolano, o al menos su alto mando. Desde mi punto de vista no es así, porque para este sector la situación no se presenta de un modo tan claro. Los militares venezolanos tienen mucho que perder en la coyuntura actual; incurren en unos costos muy elevados al asumir buena parte de la responsabilidad de la brutal represión, mientras sus monitores cubanos pasan en buena medida desapercibidos. El dilema que se les presenta al apoyar un régimen represivo y condenado internacionalmente no existe para el castrismo, el cual maneja sus hilos bajo la mesa. La posibilidad de contar con un futuro estable y digno, como individuos y como institución, se le complica a los militares con cada día que obedecen las órdenes de una pequeña cúpula corrompida que los empuja a reprimir una población desarmada y al borde de la hambruna. Un cálculo racional de los militares venezolanos, pensado a mediano y largo plazo, debería conducir a la gran mayoría de ellos a comprender que su mejor opción pasa por el desconocimiento de las órdenes represivas del régimen y por la negociación de un estatus digno y estable en el marco de un régimen constitucional, y que sus cartas para dicha negociación no hacen más que empeorar con el paso del tiempo. Muchos de ellos están a tiempo, si protagonizan un gesto de apego a la constitución, de convertirse potencialmente en esos “héroes de la retirada” de los que habla el escritor español Javier Cercas. Mi opinión en este sentido es que un inteligente consenso internacional sobre la salida negociada en Venezuela precipitaría, muy probablemente, un cambio de postura entre el grueso de los militares.
En definitiva, los militares venezolanos cuentan aún con intereses y cartas para participar en una solución negociada de la crisis, algo con lo cual no cuenta el castrismo. Para éste (que precisamente intenta poner al estamento militar venezolano en una posición que le haga imposible la salida negociada), un cambio drástico del statu quo en Venezuela constituye una seria amenaza a su supervivencia. Bien harían en reconocer este hecho los negociadores de afuera y de adentro, para plantear así una negociación que vaya más allá de los buenos deseos. Por allí parecen ir los tiros actualmente en el plano internacional, si atendemos a hechos como la reciente visita de Juan Manuel Santos a La Habana, pero aún falta más. Las opciones se están barajando, la matriz de negociación se está fraguando, y Cuba necesita también opciones para aceptar una retirada ordenada. Lo único cierto dentro de todo este incierto panorama es que la ciudadanía en Venezuela no debe perder de vista que la única garantía de que la crisis pueda conducir a un futuro mejor pasa por mantener su indoblegable voluntad, manifestada en las calles durante estos cuatro meses, de reconquistar su libertad. Esa ha sido la única forma de forzar la negociación en ciernes, y será el único modo de que ésta conduzca a un futuro en democracia y en libertad.
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