ANDRES HOYOS
EL ESPECTADOR
Tengo edad suficiente como para haber pertenecido a una de las últimas oleadas engañadas por el mito barbado. Me aprendí las canciones de Carlos Puebla y no me espantaba ni siquiera la truculencia de la Nueva Trova cubana (“la era está pariendo un corazón”). Llegué a llamar “gusanos” a los exiliados de Miami y recité las “bondades” del régimen: la supresión del analfabetismo (ya era bajo en 1959), la universalidad del sistema de salud y la buena calidad de la educación. No se me ocurrió preguntarme para qué sirve tener salud y educación si después el Estado se te sienta encima y no te deja respirar. Muchos nos creímos eso del “hombre nuevo”. Pues bien, tras 57 años de dictadura el hombre nuevo es una criatura humillada, a la que no le faltan ganas de fugarse de su propio país.
La tan cacareada óptica de las “lecciones de la historia” aplica aquí. Si un régimen va camino a grandes logros, tal vez se olviden las tropelías que comete para llegar allí; si va camino a la ruina, sus crímenes resultan doblemente reprochables. La Revolución cubana importa sobre todo por lo que prometió y no entregó. Fidel Castro era un hombre lleno de talentos y capacidades. Por eso mismo, su megalomanía y su crueldad hicieron tanto daño. Una cosa es segura: quienes lo elogian desde afuera nunca tuvieron que someterse a los vejámenes de su dictadura.
La perniciosa noción de “nos obligaron” se usó en Cuba antes que en otras partes. Cuba, nos dicen, se volvió comunista obligada por embargo gringo. El embargo fue, en efecto, una estupidez monumental que sostuvo a Castro en el poder y le permitió hacer todavía más daño, pero no lo obligó a nada. La dura realidad es que el dinosaurio pasó del fidelismo al comunismo con naturalidad y, sobre todo, sin mirar atrás.
Al centro de la antidemocracia suele estar la violencia. Fidel Castro no inventó la lucha armada, claro que no. Lo que sí hicieron él y el Che Guevara fue simbolizarla y ponerla de moda. Esto es algo que ningún colombiano o latinoamericano con una pizca de autoestima les podrá agradecer jamás.
El último regalo envenenado que nos dio el dinosaurio a los latinoamericanos antes de morir fue enseñarles a Chávez y a sus huestes los trucos del Estado policial. Cuentan que Castro le enviaba babalaos al supersticioso y crédulo excoronel para manipularlo mejor. Mucho se habla de los avances cubanos en medicina, pero pocos mencionan la refinadísima técnica represiva que aprendieron del Bloque Soviético y que les permitió sobrevivir no ya al catastrófico “Período especial”, sino a todo lo demás. Dicho esto, no creo que el régimen salga incólume de la muerte de Fidel Castro, a menos que Trump cumpla sus estúpidas amenazas y entregue la isla en bandeja a Raúl Castro y su combo.
En todo caso, yo me quedo con la Cuba de los vivos, pese a lo maltrecha y vapuleada. Estoy seguro de que lo que la mayoría de los cubanos siente ahora es alivio. La lección, por si hacía falta, es que no hay dictadura buena, así venga llena de canciones y sea elogiada por intelectuales, escritores y artistas incautos. Esta lección, sin embargo, no parece aprendida todavía en este subcontinente propenso a las contorsiones ideológicas.
PS: Si usted vive en Bogotá o Medellín, lo invito este fin de semana a los dos conciertos que los malpensantes tendremos con la gran diva del tango, Adriana Varela.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes
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