HECTOR ABAD FACIOLINCE
De todas las tesis (que apenas son hipótesis) con que se intenta explicar el triunfo del mentiroso Trump, la que más me convence es la que sostiene que, de esta locura, buena parte de la culpa la tiene Facebook.
Y ni siquiera Facebook deliberadamente, sino sus hipocresías y omisiones: su algoritmo ciego que hace que las noticias que más se propagan en ese medio de información no sean las más ciertas, sino las más populares. Es una especie de virus de la mentira que no contamina los discos duros de las computadoras ni los cuerpos de las personas, sino las mentes de los lectores. Mentiras repetidas tantas veces que se vuelven verdad, como en el sueño totalitario de Goebbels.
Como escribe Emily Bell en la revista de periodismo de Columbia, CJR, Mark Zuckerberg no puede seguir fingiendo que su exitosa red social (la más grande e influyente del mundo) no sea al mismo tiempo un medio de comunicación y un editor que escoge cuáles historias publicar y a qué tipo de lectores dirigirlas. El problema es que Facebook, como medio, no privilegia las noticias mejor investigadas, más cuidadosamente escritas ni las que reflejen del modo más veraz posible la realidad, sino que les da prioridad a las noticias que cada segmento de lectores (detectado por las máquinas según su historial de clics) va a preferir porque se acomodan más a sus creencias, sus prejuicios, su ideología, sus hábitos, etc.
Facebook es el gran altavoz de supuestos portales de noticias —que en realidad son páginas de propaganda falaz, sesgada e irresponsable— que no siguen ningún criterio de deontología profesional, sino que se dedican a inventar o propagar falacias, insultos, exageraciones, medias verdades o mentiras completas. Lo que Facebook quiere no es impulsar esas páginas; lo que Facebook busca es generar más clics, más tráfico, pues de esa forma gana más dinero. La lógica es simple: si le ofrezco a alguien que cree en ovnis, o a un racista, páginas sobre marcianos, o sobre experimentos amañados que demuestran, qué sé yo, que los japoneses son genéticamente superiores a los askenazis, entonces los delirantes de visitas de extraterrestres o los supremacistas raciales de cualquier pelambre, harán clic ahí. Y la máquina registradora de Facebook recibirá una fracción de centavo más. El algoritmo no edita, ni filtra, ni juzga, simplemente te da lo que podrías querer, según tu historial de clics, que con el tiempo se perfecciona más.
Algunas de estas páginas de supuestas noticias ni siquiera existen fuera de Facebook, y quienes las patrocinan y buscan volverlas virales contratan en cualquier parte del mundo pequeños ejércitos pagos que se dediquen a hacerlas populares a fuerza de clics o de “likes”, de modo que la máquina ciega de Facebook (casi sin editor) las considere importantes y las riegue, poniéndolas al mismo nivel o por encima de los medios tradicionales (los denigrados “mainstream”, que se imponen códigos éticos y técnicas de verificación) hasta convertirlas en una retroalimentación confiable para lectores ya debidamente sesgados y llenos de prejuicios, o peor, para lectores ingenuos que confían en lo que Facebook “escoge” para ellos.
Cualquiera que tenga experiencia de las redes sociales (y hacen muy mal los intelectuales que las desprecian, en lugar de tratar de entenderlas) sabe que será mucho más fácil volver viral un exabrupto, un insulto o una mentira asquerosa que una opinión ponderada, matizada, en la cual se le da voz lealmente a la posición contraria. Las últimas campañas y resultados políticos, que han contradicho todas las encuestas y han hecho quedar como inútiles a los medios tradicionales (Brexit, No, Trump), deberían enseñarnos a jugar a dos o tres bandas: en la de la prensa seria y ética, pero también en la de esas redes que nos permiten usar textos efectistas (no mentirosos, pero sin matizar), como una nueva forma de vacunarnos y resistir contra los nuevos virus de la mentira y la desinformación.
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