ELIAS PINO ITURRIETA
La existencia de una hermandad venezolano-colombiana se ha divulgado hasta la fatiga, pero no tiene asidero en la realidad. Estamos ante dos sociedades que han hecho su historia de manera diversa desde tiempos coloniales. Los límites establecidos por la monarquía obligaron al desarrollo de vidas distintas, y en ocasiones contrapuestas, que se juntaron fugazmente durante las guerras de Independencia para volver después cada una a soldar el particular rompecabezas a su manera. La vecindad impuesta por la geografía, pero también la retórica de los políticos que prefieren la fantasía de la fraternidad al río revuelto de dos sensibilidades que no congenian sino a ratos, han insistido en la imagen de unos hombres buenos y sensatos de aquí y de allá que solo procuran la colaboración recíproca. Pero se trata de mundos distintos que están dispuestos, cuando la ocasión lo permite, a mostrar los rasgos firmes de su peculiaridad.
Mientras no se acepte y respete esta disparidad de sensibilidades, no se entenderá la relación de las dos repúblicas, ni se aplicarán las mañas adecuadas para hacer que funcione el vínculo dentro de una auspiciosa normalidad. Las diferencias se han disfrazado en los discursos de la solidaridad recíproca que cada cierto tiempo pronuncian los presidentes de turno, para que se corra una vieja arruga que no es susceptible de cirugía estética y que se impone sobre el maquillaje. Quizá las reláficas de Chávez sobre la sociedad colombiana sirvan para ilustrar el punto. Así solo nos metemos con los lunares de nuestra latitud, sin detenernos en el rostro del otro.
Chávez no ahorró saliva en la divulgación del profundo afecto que sentíamos, él en la vanguardia y más atrás el resto de sus gobernados, por Colombia y por sus habitantes. Daban gusto sus vocablos inflados de amor y aun de veneración, sus frases de cariño integracionista, no en balde continuaban una florida tradición de requiebros estériles. Apenas le faltó cantar bambucos en cadena nacional. Pero, a la vez, no perdía la oportunidad de despotricar contra el general Santander. Barría el suelo con el héroe de los colombianos, hasta el extremo de mentir sobre sus macabras intenciones para liquidar a un bienaventurado Bolívar a quien su “revolución” representaba y en cuyo nombre se permitía la licencia de insultar a un esforzado y fundamental patriota por cuyas ejecutorias se levantan estatuas y se sueltan loas en la otra ribera del Arauca vibrador. Tal vez no estemos solo ante una ambivalencia personal, sino también ante abismos y sentimientos disfrazados a conveniencia por buena parte de nuestra sociedad. Allá también se bate el cobre de la misma manera, para considerarnos de forma tendenciosa y altiva, pero ahora nos conformamos con mirar en nuestro espejo tras el simple afán de intentar la comprensión de un problema que está pasando de castaño a oscuro.
En esos desencuentros habitualmente solapados se encuentra la plataforma desde la cual ha lanzado el régimen de Maduro su ofensiva en la frontera tachirense. Una insistencia de disputas limítrofes y de la idea harto discutible de que desde la miseria colombiana se pretende medrar de nuestra bonanza le ha servido la mesa a las medidas impuestas en el Táchira para frenar lo que se ha presentado como una perjudicial presencia, de cuya erradicación depende la felicidad de los andinos y la salvación de la economía nacional. El plan parte de unos sentimientos previos, supuestamente compartidos por buena parte de la colectividad y gracias a los cuales puede inflamarse un nacionalismo que viene al pelo en un ambiente de vísperas electorales. Pero la embestida ha sido demasiado brutal, hasta el punto de despertar entre nosotros una reacción masiva de adhesión a los colombianos contra quienes se ha llevado a cabo lo que debe considerarse, sin paliativos, como una desmedida operación militar. Ha sido tan despiadada la conducta del oficialismo que permite, por primera vez desde tiempos coloniales, la revisión y la rectificación de un entendimiento de los vínculos entre la gente de las dos sociedades, de un sentimiento renuente a una entrega sin prevenciones, capaz de transitar hacia caminos prometedores de entendimiento distintos a los de antes.
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