PEDRO CUARTANGO
He leído esta semana varios opúsculos del filósofo estadounidense Richard Rorty, fallecido en 2007, que analiza la filosofía y la política en clave del pragmatismo en el que se inscribe su pensamiento.
Rorty asegura que no hay verdades absolutas y que es imposible comprender la realidad desde la metafísica. Por el contario, el lenguaje, las prácticas sociales y la historia nos ayudan a dar un sentido al comportamiento humano.
Respondiendo a la pregunta de Platón de por qué va en interés de uno ser justo, de por qué hay que actuar en función del bien colectivo, Rorty afirma que el altruismo se sustenta en la utilidad. Si el hombre se comportase como un lobo para el hombre, como asegura Hobbes, o actuase en términos de voluntad de poder, como escribe Nietzsche, la sociedad sería imposible.
Rorty afirma, no obstante, que las democracias avanzadas se sostienen por una concepción común del ser humano, que presupone la existencia de derechos y el respeto a la dignidad. En definitiva, reconoce que, aunque no existe una naturaleza del hombre como tal, sí podemos identificar unos principios básicos que nos permiten convivir y que están basados en la racionalidad.
Por el contrario, el populismo y los nacionalismos –según analiza Rorty– se sustentan en la irracionalidad y en los sentimientos porque lo que se percibe como un valor son los signos diferenciales de pertenencia a la tribu. Dicho con otras palabras, la democracia representativa de los Estados modernos se basa en la razón y la consideración del hombre como un universal, mientras que los nacionalismos se basan en el apego a la tierra y la nostalgia por el origen.
La igualdad, el respeto a la ley y la tolerancia son los principios que sustentan los estados democráticos con separación de poderes que nacieron de la Revolución Francesa. En sentido opuesto, los nacionalistas aspiran a crear unas estructuras políticas identitarias, sea en base al idioma, la etnia o la religión, en las que quedan excluidas las minorías que no encajan en el molde.
Esto es lo que está pasando en algunos países de Europa y también en Cataluña, donde no existe populismo pero sí un nacionalismo excluyente e identitario, que divide a la sociedad y que vulnera los derechos de las minorías.
En última instancia, creo que el populismo y el nacionalismo convergen en muchos aspectos. El más importante es la manipulación de los sentimientos para obtener un rédito político. Uno y otro se aprovechan de la crisis del sistema y de la globalización para fomentar una identidad acogedora en un mundo inseguro y hostil.
El nacionalismo ofrece el espejismo de la sensación de arraigo y de proximidad en una sociedad cada vez más impersonal. Por eso tiene tanto éxito. Y el populismo ofrece la vuelta a unas esencias nacionales míticas frente a la inmigración y el mestizaje.
Ambos llevan en su interior unos demonios cuyo control es imposible y que, cuando afloran, desencadenan efectos devastadores. El mal que pretenden combatir es menor que el daño que generan.
Lo peor que está sucediendo en Cataluña es la fractura que se está creando por el sectarismo con el que gobierna Puigdemont. Cataluña no sólo son los nacionalistas sino también los que no lo son. No hay ni el menor altruismo ni generosidad en unas políticas que traen como consecuencia la catalogación de las personas.
A pesar de su profunda imperfección, reivindico el Estado que ampara los derechos y las identidades de todos frente a quienes quieren clasificar a los hombres por sus cualidades accidentales.
PEDRO G. CUARTANGO – ABC – 03/12/16
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