RAUL FUENTES
EL NACIONAL
Siempre me gustaron los aforismos. No componerlos. Esta tarea requiere inspiración, creatividad y, en especial, capacidad de síntesis —y no se entienda por tal la parquedad del tuitero corriente y moliente, derivada de la pobreza de su vocabulario, sino la encomiada por Baltasar Gracián (“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”) que es inherente al ingenio—, facultades o talentos que no creo poseer. Me limito, pues, a leerlos, porque algo se aprende y más de un retazo queda almacenado en la sesera. Por eso, me hice de algunos volúmenes contentivos de esa sabiduría encapsulada y, a menudo, me sumerjo en ellos para combatir los efectos estupefacientes de las cada vez más disparatadas majaderías oficiales y superar el síndrome de la página en blanco. Acabo de hacerlo después de ver el video en el que Maduro, amparado en un inicuo decreto de emergencia económica, usurpando potestades del Banco Central, anunció la salida de circulación del billete de 100 bolívares.
Haciendo gala de lo que Cantinflas llamaba “falta de exceso de ignorancia”, el usurpador apeló a una inverosímil teoría de la conspiración con la esperanza de explicar lo inexplicable. Quedó en evidencia —rey en pelotas— que no pudo con lo que se le vino encima. No necesité mucho tiempo para hartarme de su caradura y sus patrañas; archivé, sin embargo, imágenes y palabras en el disco duro para cuando tuviese que perpetrar este dominguero crimen de lesa escritura; y, porque en ocasiones el azar es aliado de la necesidad, di por casualidad con una sentencia de Emile Cioran, “Imposible asistir casi un cuarto de hora a la desesperación de alguien”, impecable apotegma que me sirvió para relacionar —apoyado en otras juiciosas máximas de diversa autoría—, las desesperadas medidas de impostores que poco saben de economía y nada entienden de finanzas, aunque apuestan demasiado alto a su continuidad, con la falta de escrúpulos al momento de saldar los costos políticos de su incompetencia.
Un par de días antes del coup de grâce al híper devaluado “marrón» —un ministro sin sentido del ridículo declaró que se trataba de un golpe contra la ofensiva del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos que, a través insidiosos agentes de la subversión, pagaba hasta $ 1,30 por cada 100 piches simones ¿dónde habré estado que pelé ese boche?—, aconteció la compulsiva e indebida apropiación del inventario de la distribuidora Kreisel, conocida empresa del sector juguetero; 48 horas después, se supo de la requisición del 50% de la producción a Procter & Gamble y Colgate Palmolive, líderes del mercado de artículos de limpieza e higiene personal. Con el botín obtenido en las confiscaciones se aderezó un paquete navideño, pernil no incluido, emperifollado con papel toilette, porque de regalo no hay, un toque juguetón y el aroma delator de un suculento guiso, que es bachaqueado por ministriles adscritos a los comités locales de abastecimiento —¡clap, clap, clap!, suenan los aplausos de Bernal— a objeto de contrarrestar el impacto negativo de un ucase plagado de omisiones e imprecisiones que, a juicio de especialistas en plataformas bancarias, era logísticamente inviable y debe haber alarmado al afortunado actuario que sigue viviendo del premio gordo ganado con el kino constituyente que lo convirtió en curador del tesoro nacional (y responsable de la [des] estabilidad monetaria) con licencia para acuñar e imprimir dinero. Más su posición en el tablero del poder parece comprometida y puede que le canten mate en pocas jugadas.
El caso de los juguetes es en extremo curioso ya que pone al descubierto la inconsistencia de un régimen que, fiel al costumbrismo ideológico del patriotero, resplandeciente y eterno paracaidista, debería aupar el reparto de los pendejísimos juguetes tradicionales venezolanos —trompos, perinolas, gurrufíos, para-paras, muñecas de trapo, caballitos de madera, trenes con locomotora y vagones de latón a ser arrastrados con una cuerda, etc.— y arrojar al fuego purificador de la revolución, junto a los billetes condenados a caducidad prematura, las representaciones lúdicas del american way of life de las que se apropió con intenciones clientelares y proselitistas. Pero, no; atrapados en una telaraña tejida de contradicciones, no pueden Nicolás y su combo dejar atrás sus devaneos pequeñoburgueses. Tampoco se atreven a incursionar en la modernidad porque ello supone romper con el anacrónico modelo que defienden. Ese culipandeo les impide percibir que el mundo avanza aceleradamente en dirección opuesta y sentido contrario a la trayectoria trazada con el astrolabio rojo; que el niño de hoy está inmerso en un ambiente quizá tecnológicamente demasiado complejo para los adultos, pero que lo seduce con multiplicidad de opciones digitales más fascinantes que cualquier acto de magia. Por eso fracasa la robotización doctrinaria que pretende forjar un hombre nuevo, frustrado paradigma del heroico combatiente que iba a criar gallinas en vertical, cultivar legumbres en macetas y decantarse por el trueque, renunciando a Mammón y al comercio mercurial, y que no tiene más remedio que amuñuñarse con sus congéneres a la puerta de los bancos reclamando lo suyo, perplejo y sin entender por qué hace el papel de tonto en el juego de monopolio a escala natural que ha suplantado al nacimiento viviente.
A estas alturas de la crónica puede lucirse Ludwig Wittgenstein, una de las mentes más brillantes del siglo XX. No con una cita tomada aleatoriamente, y a ver si la pegamos, del Tractatus logico-phillosophicus, que es texto ilustra sobacos, sino con una de las anotaciones marginales reunidas en Aforismos, cultura y valor, que no por casuales dejan de ser contundentes: “En un solo día pueden vivirse los horrores del infierno, hay tiempo suficiente para ello”. Verdad monumental de la que dan fe millones de conciudadanos a los que toca padecer las crueldades cotidianas del dantesco averno nico-chavista, potenciadas abrupta e inesperadamente con una resolución capaz de sacarle la piedra al mismísimo Job. ¿Qué hacer? A esta pregunta no hallaron repuestas los responsables del caos en las razones y sinrazones de sus manuales, de manera que optaron por lanzar 35.000 efectivos a la calle con la misión de poner orden en la peótica situación causada por la insuficiencia de materia gris. Hercúlea labor en la que se pierde tiempo cuando el miche es maluco, el mal está hecho y no se puede ni se quiere desandar lo andado, a fin de continuar fingiendo que se anhela dialogar, y entre gallos y medianoche, para complicar más las cosas, el TSJ, en el colmo de la insensatez jurídica, propina un K. O. a la Constitución y atornilla en sus escobas a Maléfica y Escandulfa. La camarilla castrense que pone a bailar el muñeco sabe que, como sostuvo Samuel Butler, polifacético e iconoclasta escritor victoriano, «Mientras más tiempo dura una disputa, más lejos nos hallamos del final»; la iglesia local, empero, ha dejado claro que la marioneta terminó de deslegitimarse con el diálogo. Diálogo y caos, no moral y luces, han pasado a ser, para el gobierno, nuestras primeras necesidades. ¡Orden en la pea, camaradas!, susurra el viento que sopla desde el cuartel de la montaña. ¡Orden en la pea!, demandó Raúl en un habanero encuentro prenavideño. Ojalá pudiésemos acordar con el genial Chaplin que «A fin de cuentas, todo es un chiste». Veamos, dijo un ciego. No era Borges.
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