ALBERTO BARRERA T.
Hace dos años, Leopoldo López se entregó al Gobierno venezolano. Sabía que no se estaba poniendo en manos de la justicia sino del partido que controla la justicia en el país. Fue una decisión política. Y fue ejecutada siguiendo los elementos del espectáculo político: un evento público, un discurso épico, un protagonista abrazado a la bandera nacional, despidiéndose de su amada e inmolándose ante las masas. López estaba realizando un sacrificio y una inversión. Tomó un riesgo. Era el final de una apuesta que ya había iniciado antes, sin el acuerdo de la mayoría de la oposición, al convocar a marchas para exigir la salida de Maduro. Cuestionable o no, fue una decisión política. No un delito.
Veinticuatro meses después, en medio de una crisis sin precedentes, el propio chavismo discute la salida de Maduro y Leopoldo López paga una condena de 14 años, después de pasar por uno de los juicios más delirantes y perversos que conozca la historia del país.
La sentencia tiene casi 300 páginas y su argumento principal es el lenguaje. López fue sancionado por su uso del “arte de la palabra”. Es una condena basada en la interpretación de los signos como poderes fácticos. López está legalmente preso gracias a un ejercicio particular de lectura. Así, el Gobierno se convierte en traductor oficial de cualquier narrativa. Más allá de lo que digan los otros, el poder decreta qué quisieron decir realmente. Para el sistema de justicia venezolano, el discurso político de la oposición es un crimen. López es semiológicamente culpable.
Esta semana, la Asamblea con mayoría opositora aprobó una Ley de Amnistía y de Reconciliación Nacional. La propuesta supone que muchos detenidos —entre ellos López— recuperen su libertad. En medio del debate, Diosdado Cabello reiteró la versión del oficialismo: “Aquí no va a haber ni ley de amnesia, ni amnistía, aquí lo que habrá es patria. Esa ley no va a ser ejecutada, no va a haber libertad para los asesinos”. Sigue el mismo guión que mediáticamente insiste en culpar a la oposición de todas las muertes. Las investigaciones, sin embargo, no arrojan ese mismo resultado. La mayoría de los 42 homicidios, ocurridos en el contexto de las manifestaciones, continúan sin resolverse.
Dos años después, el país es otro. La polarización está siendo devorada por la crisis económica. Y la política más eficaz de Maduro parece haber sido la represión.
Porque Leopoldo López no es el único. Su caso es el más visible. Tiene además una musculatura internacional sorprendente. Su esposa aparece en La Moncloa con Rajoy o en el acto de juramentación de Mauricio Macri. Organizaciones mundiales y congresos de otros países abogan a su favor. Pero junto a él hay muchos venezolanos detenidos y sometidos a procesos judiciales viciados. Hay todo un país agazapado, con temor. El Gobierno aprovechó las manifestaciones del 2014 para ejercer la represión, reforzar la autoridad militar y legitimar distintas formas de violencia oficial. El triunfo electoral de la oposición, en diciembre pasado, lleva al límite este enfrentamiento entre la experiencia civil y el modelo militar.
Mientras el país espera que Maduro anuncie finalmente algunas medidas económicas contra la crisis, el pasado 11 de febrero, a través de un decreto presidencial, se creó una “empresa militar” para actuar “sin limitación alguna” en cualquier actividad lícita relacionada con el petróleo, el gas y la minería. Todo es parte de lo mismo. Maduro solo ha sido una fachada civil para consolidar al poder militar. Se trata de la culminación del proyecto que inició Chávez: la refundación de caudillismo, la reinvención del autoritarismo latinoamericano.
* Alberto Barrera Tyszka es escritor venezolano, ganador del Premio Tusquets 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario