Trino Márquez
Nicolás Maduro, cuando los
golpistas del 4-F y el 27-N estaban encarcelados, participó en diversas
iniciativas en las que los grupos izquierdistas exigían –en nombre de los
“derechos humanos”- la aprobación de una ley de amnistía que pusiera en
libertad a los insurrectos, responsables de la muerte de al menos un centenar
de venezolanos, víctimas de las intentonas de febrero y noviembre de 1992. La creación
y presencia en esa clase de comités forma parte de la tradición de lucha de la
izquierda latinoamericana. Sus promotores se preocupan mucho de proteger los
“derechos” de sus seguidores, pero les importa un bledo los derechos de las
víctimas que su aventurerismo e irresponsabilidad provocan.
Con
motivo del Proyecto de Ley de Amnistía introducida en la Asamblea Nacional, los
otrora insurgentes han esgrimido argumentos desvergonzados. No admiten la
existencia de presos políticos en Venezuela, sino de “políticos presos”. Esos mismos
personajes han permitido el saqueo del Tesoro Nacional, arruinado Pdvsa,
desfalcado la CVG, quebrado las empresas estatizadas, adueñado de los recursos
destinados a resolver las fallas eléctricas y despilfarrado el océano de
dólares generado por la ya agotada bonanza petrolera, sin haber capturado a
ninguno de los grandes y verdaderos responsables de esas estafas y de la
quiebra económica y moral del país. Hablan contra el proyecto de ley como si su
historia política hubiese transcurrido en un monasterio medieval.
El
cinismo de Maduro y compañía está inspirado en el pánico que le tiene a la
eventual liberación de Leopoldo López, Antonio Ledezma, Manuel Rosales y todos
los demás dirigentes políticos y
estudiantiles privados de libertad a partir de calumnias y expedientes forjados,
y a la repatriación de figuras como Carlos Ortega y muchos otros venezolanos
que se vieron obligados a huir del país
porque no confían en el Poder Judicial, convertido en guillotina para decapitar
opositores.
El
tambaleante Maduro ve con horror que esa constelación de dirigentes recorra
Venezuela denunciando los excesos y errores del Gobierno, y proponiendo
soluciones para que la nación alcance de nuevo una democracia plena y una
economía próspera donde se genere riqueza para beneficiar a la mayoría,
devastada por la incompetencia y corrupción del socialismo del siglo XXI.
El
régimen percibe que sus días están contados. La ruptura del PSUV y del Gobierno
con sus bases sociales de apoyo se cortó, y esta ruptura parece una tendencia
irreversible. Los vínculos que conectaban a los rojos con el pueblo estuvieron trenzados
con petróleo. Las transferencias en dinero, servicios o especies crearon la
ilusión de un nexo indestructible entre la cúpula socialista y el pueblo. Ya
estos subsidios no es posible financiarlos con oro negro. La única posibilidad
de mantenerlos es mediante la emisión de dinero inorgánico. Pero este mecanismo
genera un efecto secundario letal: la inflación descontrolada, fuego que devora
la calidad de vida y toda política social.
En
medio de la caída de los precios del crudo, la crisis económica, el deterioro
de los servicios públicos y, ahora, el colapso eléctrico, lo menos que quiere
Maduro es ver fortalecida a la MUD y la bancada opositora de la Asamblea
Nacional con un batallón de dirigentes experimentados, respetados y queridos, que
actuarán para afianzar la alternativa de poder que representa la oposición.
En
las próximas semanas se oirán argumentaciones rocambolescas de parte de los voceros del PSUV y de los
miembros de la Sala Constitucional del TSJ,
cuestionando la legalidad de la Ley de Amnistía y hablando del
“genocidio” cometido por los reclusos que ellos mantienen
arbitrariamente en Ramo Verde y otros centros de reclusión. No hay que dejarse
encandilar. La gimnasia verbal intentará en vano ocultar la enorme debilidad y aislamiento del
Gobierno, y el miedo cerval que le tiene a la oposición, vigorizada con esa
dosis de energía que le entrará en el torrente sanguíneo cuando recuperen su
libertad los dirigentes cautivos por defender la democracia.
@trinomarquezc
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