ALBERTO BARRERA T.
Hace unos días, la diputada Meléndez dijo lo siguiente: “Nunca hemos mentido de que existe una crisis y por eso el gobierno trabaja para solucionar” (sic). Se refería a la situación de la salud en el país. Carmen Meléndez, antes de ser parlamentaria, se desempeñó como ministra de la Defensa, fue ministra de Relaciones Interiores y, además, hasta el año pasado, estuvo a cargo del ministerio del Despacho de la Presidencia y Seguimiento de la Gestión de Gobierno. Durante todo ese tiempo, Carmen Meléndez nunca denunció ninguna crisis. Tampoco reaccionó públicamente cuando Mario Isea aseguró que en Venezuela había “suficientes medicamentos”. Ni salió a la calle, a acompañar las protestas de los médicos y pacientes de los hospitales públicos. No se ha solidarizado con aquellos que viven persiguiendo farmacias. Ni ha publicado en las redes sociales el ay de alguien que necesita urgentemente Eutirox o Zanidip. Todo lo contrario. La cuenta de Twitter de Carmen Meléndez se llama “@gestionperfecta”.
“No es ético, no es cristiano, hacer política con el dolor ajeno”, dijo la diputada y tantas veces ex ministra. ¿Qué se supone, entonces, que haga un político con las tragedias de la gente, con el sufrimiento de los ciudadanos? ¿Guardar silencio? ¿Qué es lo ético? ¿Callarse? ¿No decir nada frente a las noticias sobre la precariedad y desabastecimiento de la medicina pública? ¿Ocultar o silenciar las denuncias sobre remedios vencidos y sobreprecios en la compra e importación de fármacos que ha hecho el Estado? ¿Qué es lo cristiano? ¿Cerrar la boca? ¿Mirar hacia otro lado mientras los mercaderes se hacen millonarios con la salud del pueblo?
No hay ideología en una sala de emergencias. Un bisturí no es vocacionalmente leninista. Una tableta de acetaminofén no es genéticamente de derecha. La cháchara oficialista se deshilacha frente a la catástrofe. ¿Cuántas jeringas se pueden comprar con los más de 20.000 millones de dólares que tienen las empresas fantasmas que el gobierno protege? ¿Cuántos enfermos podrían salvarse con los 300.000 millones de dólares que –según denuncia de los ex ministros Navarro y Giordani– se “desaparecieron” en estos años? Cada vez que, por falta de insumos o de equipo médico, muere un venezolano en algún centro de salud, la revolución bolivariana se convierte en una experiencia criminal.
Porque, lamentablemente, la enfermedad del país es la secuela de la enfermedad del poder que nos gobierna. Esta casta, soberbia y autoritaria, empeñada en ser eterna, incapaz de leer la realidad. Esta oligarquía que defiende su capital y sus empresas en contra del pueblo, que protege a Derwick mientras apaga a la mayoría de los venezolanos. Esta nueva clase con pretensiones hegemónicas que ha aprendido a mentir sin pudor, que todavía tiene el descaro de decirnos que 2016 es “el año del renacimiento de la patria”. Luego dirán que fue un error, una conspiración mediática, que no dijeron renacimiento sino racionamiento. Que nunca nos han mentido. Que solo trabajan para salvarnos.
La salud también está en el lenguaje. Todo lo han contagiado. Ya incluso sus palabras están enfermas.
Veinte años
Hace dos décadas, Sergio Dahbar me sentó frente a un café y, sin ninguna anestesia, me propuso que escribiera una columna semanal para un nuevo suplemento dominical que estrenaría en breve este periódico. Desde ese momento, comencé a poner palabras, cada siete días, en esta esquina de la página. Este domingo me toca despedirme. Veinte años en un mismo lugar es mucho tiempo. Siento que he terminado un ciclo, que debo mudarme, buscar algo nuevo. No quiero hacerlo sin dejar de agradecer a este diario que me dio una oportunidad y siempre honró la independencia y libertad de mis opiniones. También quiero agradecer, en especial, a la gente con quien, durante todos estos años, he trabajado la fragua semanal de esta columna: Marisa Rossini, Ana María Matute y Flor Cortez. Y a los lectores, por supuesto: sin ustedes, no habría existido ningún domingo.
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