ALBERTO BARRERA TYSZKA
PRODAVINCI
Y entonces resulta que, después de tanta vuelta, aquí estamos de nuevo sentándonos a dialogar. Hoy es un domingo perturbador. No es fácil dialogar con quien no entiendes, escuchar a quien no le crees ni el saludo. Tampoco es fácil rechazar el diálogo. Sobre todo si no tienes otra alternativa, si no tienes ni siquiera balas. Hoy es un domingo perturbador. Pero ineludible.
Hay que asumir, con saludable naturalidad, que el diálogo es una condena. Una obligación que ninguno de los dos desea cumplir. Vamos empujados, a regañadientes, llenos de heridas. La primera palabra que brilla, para ambos, es la sospecha. Sospechamos que el otro miente, sospechamos que la conversación no sirve para nada. La rabia muda es una zona de confort.
¿Con qué lenguaje vamos a hablar? Ese es un elemento fundamental del debate. Porque, desde el uso mismo del lenguaje, el oficialismo diariamente sabotea cualquier posibilidad de entendimiento en el país. El miércoles pasado, Nicolás Maduro volvió a afirmar que “la oligarquía más nunca vendrá ni entrará a Miraflores. Así lo decreto y así lo lograremos” ¿Quién es la oligarquía para Nicolás Maduro? Es la oposición, es cualquiera que adverse al poder establecido. Lo mismo ocurre con el término “derecha”. Una denominación que, en rigor, define muy poco y que sólo sirve para deslegitimar moral y afectivamente a cualquiera que cuestione al gobierno. Pero Maduro, y otros altos funcionarios, insisten en repetir lo mismo. Es decir: tácitamente, todo el tiempo, se auto proclaman dictadores eternos. La democracia y el diálogo no están en su idioma.
Otro ejemplo: en medio de esta agitada y conflictiva semana, el Ministro de la Defensa, flanqueado por el Alto Mando militar, todos con uniforme verde oliva y rostros circunspectos, leyó al país un comunicado que invocaba el rol institucional de la Fuerza Armada y que apelaba a la defensa de la Constitución por encima de cualquier vinculación política particular. Al finalizar el texto, una sola consigna destruyó completamente lo que había leído. La alusión a Chávez contradice de manera feroz el resto del discurso ¿En cuál de los dos mensajes cree Vladimir Padrino? ¿En cuál debemos creer nosotros?
No se trata sólo de la mesa de negociaciones. Se trata del futuro en general. De la necesidad de entrar en otro tono, de buscar otra manera de pronunciarnos y de debatir políticamente. Es un asunto, también, de coherencia, de mínima honestidad ante el país. Cuando, en medio del desastre económico y social que vivimos, Nicolás Maduro se atreve a decir “estamos haciendo aquí en Venezuela la obra de Jesucristo”, Nicolás Maduro se convierte en una chispa incomprensible. Es un cortocircuito galáctico o un cínico también galáctico. Si la salida a la profunda crisis que vive el país pasa por el diálogo, entonces pasa también por las palabras. Por la necesidad de cambiar las palabras. El oficialismo tiene que incorporar a los otros en su discurso. Con respeto y con legitimidad. Sin eso, jamás habrá diálogo.
Estamos ante una narrativa que muta con rapidez y que tiene en la historia reciente importantes referencias. Esta narrativa oficial, además, cuenta con el apoyo de la hegemonía mediática y con un mercadeo utilitario de la figura de Hugo Chávez. En momentos de crisis, la vocería oficialista se consolida desesperada alrededor de su narrativa. Y, por el contrario, la vocería de la oposición se desparrama, se desordena. Su diversidad se convierte en fragilidad. Hay discursos delirantes, distracciones tan incomprensibles como insistir en la búsqueda de la nacionalidad de Maduro para discutir sobre la ruptura del orden constitucional. Aparece, otra vez, la tentación de las salidas instantáneas, la idea de que somos mayoría y de que lo único que hace falta es tener valientes zapatos para llegar a Miraflores, tocar la puerta y entrar. La simpleza de pretender aprovechar la crisis para imponer agendas personales desde un programa de televisión. El radicalismo se sostiene sobre la fe en la magia. Y ya se sabe: los magos no dialogan. Prefieren recitar hechizos.
Pero los desaciertos de los liderazgos de la oposición no justifican el monólogo autoritario del poder. El oficialismo tiene que entender que el diálogo no transcurre únicamente en una mesa delante del representante del Vaticano. El diálogo también se expresa en las acciones del SEBIN, en las detenciones arbitrarias, en los presos políticos. El diálogo está en los oficiales militares que asistieron como público al programa de Diosdado Cabello esta semana. El diálogo está en la expulsión o prohibición de entrada al país a periodistas extranjeros. El diálogo está en un Presidente que usa el adjetivo “fascista” para calificar un derecho constitucional como es la huelga. El diálogo está en el TSJ convertido en instrumento partidista. El diálogo está en el silencio militante ante las denuncias de corrupción en PDVSA. El diálogo también está en la simple posibilidad que tiene cualquier otro de marchar en paz sin que, de forma inmediata, aparezca una manifestación oficialista contra atacando, queriendo enfrentarse. El diálogo supone que el chavismo por fin acepte la alternancia, que por fin entienda que los demás venezolanos no somos la guerra.
Las preguntas que han estado girando sobre el país durante todos estos días se detienen hoy en la esquina de este domingo ¿Es posible dialogar? ¿Cómo? ¿Para qué? ¿Acaso hay país más allá de las trampas del lenguaje?
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