SERGIO MUÑOZ BATA
Siglos antes de que Homero narrara las hazañas de Ulises o que Safo celebrara el amor lésbico en sus ‘Cantos’, la canción era la expresión favorita de la cultura humana universal. La semana pasada, la Academia Sueca regresó a los orígenes del arte al darle el premio Nobel de Literatura al poeta y músico norteamericano Bob Dylan.
En la década de los 60, las canciones de Bob Dylan me conmovieron y me motivaron a solidarizarme con los oprimidos. Me enseñaron que la canción es una actividad social que unifica comunidades y crea identidades, sobre todo les dieron voz a mis convicciones políticas. Oyendo ‘Blowin’ in the Wind’, esa portentosa descripción de la injusticia del sistema de justicia, y ‘The Lonesome Death of Hattie Carroll’ y ‘Only a Pawn in their Game’ entendí la urgencia de la lucha a favor de los derechos civiles. ‘The Times They Are A-Changin’ me reveló la exigencia moral de aceptar el cambio y difundir el mensaje de que el statu quo era inaceptable.
No olvidemos que en los 60, en Estados Unidos, a los negros, mexicanos, asiáticos y morenos de cualquier nacionalidad se les prohibía entrar a los baños y nadar en las piscinas destinadas a los blancos. Solo podían vivir en barrios segregados racialmente, no podían sentarse al frente en los autobuses ni tomar agua en los bebedores públicos. En 1963, cuando salió a la venta ‘The Freewheelin Bob Dylan’, a los negros y defensores de los derechos humanos se les atacaba con perros entrenados por la policía local.
Paralelo a su lucha a favor de los derechos civiles, Dylan encapsuló la protesta de los jóvenes contra el complejo-militar-industrial del que nos había prevenido el presidente Eisenhower, en su canción ‘Masters of War’; en ‘A Hard Rain’s a-Gonna Fall’ denunció la irresponsabilidad criminal del Gobierno que continuaba haciendo pruebas con armas nucleares en Nevada a sabiendas de que la radiactividad era arrastrada por la lluvia a ciudades y pueblos de la Unión Americana; y en ‘With God on Our Side’ cuestionó la retórica religiosa con la que los dueños del país justificaban sus aventuras imperialistas.
También me identifiqué con sus canciones de amor constante o voluble cantadas por él, por Peter, Paul and Mary, Joan Baez, Pete Seeger, Judy Collins o The Kingston Trio. Luego, confieso que le perdí la pista hasta que me enteré, con regocijo, de que la Academia Sueca le había otorgado el Nobel. Hoy veo que su audiencia sigue creciendo con cada nueva generación de jóvenes amantes de la poesía, de la música y del compromiso social.
Sé que no han faltado escritores que alegan que su obra no es literaria porque “su escritura es inseparable de su música”, y vuelvo a recordar lo que mi maestro Dana Goia me enseñó en su inolvidable cátedra sobre las Palabras y la Música: “La canción civiliza; en la mitología clásica, Orfeo, el primer poeta, creaba canciones para transformar humanos de su estado salvaje a seres sociales. El propósito de la canción es encantar y el encanto requiere de un canto”.
No dudo de que el premio se le podría haber dado a otro literato, pero me niego a aceptar que Dylan sea indigno de merecerlo. La energía vital de la canción toca el núcleo más profundo de nuestra humanidad porque siempre ha estado en el mundo natural, ahí donde conviven pájaros, insectos, gatos, ranas, ballenas y osos cantando una especie de armonía universal.
Con himnos se conmueve a los hijos de la patria. Con lamentos se despide a los muertos y con consolaciones se conforta a los deudos. Con salmos se alaba a la divinidad y con coros se aligeran las jornadas de trabajo, porque “desde el principio de la humanidad”, como decía el profesor Goia, “la canción ha sido el arte universal por excelencia en nuestra cultura”.
SERGIO MUÑOZ BATA
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