El reto de las fuerzas democráticas: unidad y nuevos actores
Marta de la Vega
Ante la calamidad producida por falta de una estrategia clara y consecuente de la dirigencia política de las fuerzas democráticas, ante la pérdida de una visión unitaria e incluyente, nos quedan dos caminos, después de reconocer que hemos perdido. Una opción es la desesperanza aprendida, por tanto dolor que la alimenta, lo que lleva al desaliento, al fatalismo resignado. No
es el camino de los demócratas luchadores sino de los humillados que se someten a la servidumbre y a la pérdida de la dignidad. La otra opción es intensificar la resistencia pacífica y reflexiva, con ojo crítico, revisar los errores y aprender de ellos para no repetirlos.
Es necesario no improvisar ni seguir cada cual halando para su lado, en función de sus intereses particulares o partidistas sino de un proyecto compartido de país. Es preciso renovar el liderazgo, abrir el camino hacia algunos de los dirigentes más jóvenes pero mejor preparados, no contaminados de nepotismo, ni del ejercicio populista, clientelar y efectista del poder, que saben combinar principios con pragmatismo, que saben que la probidad no es un valor moral solamente sino un arma eficiente de la política.
Desde hace más de 3 años, en las reuniones que presidía Pompeyo Márquez en la Fundación Gual y España, se planteaba la exigencia de ampliar el espacio con nuevos actores y así fue comunicado a la Mesa de la Unidad sin que la alianza partidista respondiera a tal posibilidad. Es necesario buscar mecanismos que permitan la inclusión de más sectores organizados de la sociedad. La sociedad civil ha dado ejemplar testimonio de su poderosa capacidad de respuesta para enfrentar retos y obstáculos como los de la consulta exitosa del 16 de julio de 2017. Urge una coalición verdaderamente concertada, sin arrogancia ni terca pedantería de algunos jefes de partidos. Se necesitan líderes que piensen más allá de la coyuntura y de las circunstancias inmediatas, que alcen la mirada con una visión a largo plazo.
Hemos tenido una derrota poco creíble, dado el rechazo mayoritario al gobierno y al modo como el Estado, usurpado por aquel, evade sus responsabilidades y obligaciones. También se ha despilfarrado la esperanza por no escuchar a la gente, ni respetar su voluntad de cambio, ni sentir su deseo de paz verdadera y de justicia, ni percibir sus penurias y carencias. Fue una derrota inesperada y no probable si no hubiera habido tanta coacción y violencia, si se hubieran garantizado condiciones de transparencia y respeto a la ley.
Aunque los líderes de la oposición no calcularon, tal vez ingenuamente, el cinismo del que son capaces quienes dominan hoy Venezuela, la derrota era previsible por las trampas, desplazamiento ilegal de electores hasta el mismo día de las elecciones, cierre de centros de votación, eliminación de la tinta indeleble y del control de huellas y otras violaciones flagrantes a la ley orgánica de procesos electorales.
¿Cómo se construyó un espejismo de normalidad, sin oír los reclamos y la frustración acumulados y cómo se contó con la movilización espontánea de tanta gente sin el argumento sólido, sin la claridad acerca del enemigo formidable que estamos enfrentando? Indignación y desaliento ante las trampas y trabas del régimen, ante la coacción por hambre y necesidad, el solo voluntarismo no iba a lograr torcer el rumbo trazado por un régimen en los que crimen organizado, manipulación y mentira son norma, con astutos y mafiosos juegos de poder.
En contraste, el premio Sájarov es fruto del esfuerzo sostenido, la lucha cívica, heroica y trágica de los ciudadanos en Venezuela.
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