LUIS VICENTE LEON
EL UNIVERSAL
Los resultados de las regionales no tienen nada que ver con el mapa
de preferencias políticas de los venezolanos. No se trata solo de las
encuestas, que en forma unánime muestran una población que rechaza la
gestión del gobierno. Se trata de la relación histórica entre la
percepción de crisis y la evaluación de gestión. Esa relación inversa es
demoledora en todas partes del mundo y no es distinta aquí. Con una
crisis de esta magnitud, la posibilidad de que el gobierno sea popular
es nula.
Pero más allá del intento del chavismo de construir la
idea de una mayoría nacional que no existe, la pregunta es: ¿por qué el
resultado de esta elección es tan distinto a lo que el país quiere?
Mi opinión es que no hay una sola variable que explica
este resultado. Es un tema multifactorial. Empecemos por decir que esta
no fue una elección competitiva. Las elecciones venezolanas ocurren en
un marco de ventajismo oficial evidente. Con uso abierto de recursos
públicos, control de medios, prohibición de las sustituciones de
candidatos, movilización arbitraria de electores y mesas y el control
absoluto de la institucionalidad electoral, que no responde a la
Constitución sino a la revolución. Esto es precisamente lo que la
democracia intenta evitar a toda costa para garantizar que los
resultados de una elección reflejen la opinión de las mayorías. No están
las condiciones básicas de transparencia, competitividad y equilibrio,
entonces no se pueden obtienen los resultados adecuados. Es una ecuación
muy simple.
Pero esta es una situación que se conocía antes de ir a
las regionales y el debate previo se planteó entre rechazar una elección
no competitiva y sesgada o participar, aún conociendo el sesgo, bajo la
tesis de que la contundente mayoría opositora, al mostrarse en la
elección, compensaría con creces los desequilibrios o, en todo caso,
obligaría al gobierno a acciones tan evidentes de fraude que lo
invalidaría interna e internacionalmente. La decisión de participación
tenía una lógica racional. Pero el problema es que no era una decisión
compartida dentro de la oposición y la fracturó entre quienes querían
votar, incluso con el sesgo planteado, y los que preferían abstenerse
para protestar y no validar a un gobierno y una institucionalidad
ilegítima.
Dividida, la oposición,
no podía luchar en una elección sesgada. Eso estaba de anteojitos. Para
algunos, sin embargo, la abstención no explica el resultado porque su
nivel fue equivalente al de una regional convencional. Esa es un
interpretación que me parece incorrecta. Por supuesto que la abstención
fue demoledora para la oposición. No para explicar completamente el
resultado, pero sí para impedirle nadar contra la corriente del
ventajismo oficial. El gobierno fue capaz de mover (o mostrar) a sus
bases, por cualquiera que haya sido el mecanismo, como si fuera una
elección nacional (de hecho en la misma dimensión que en 2015) mientras
que la oposición perdió más de 3 millones de votos contra esa misma
elección, dejando casi 40% de abstencionistas de los cuales, de acuerdo a
nuestras investigaciones de campo, 83% rechazan al gobierno y hubieran
votado en su contra… pero no votaron. ¿Afectó esto el resultado? Obvia,
evidente y ciertamente: sí, aunque es sólo el condimento del plato
principal de unas elecciones sesgadas. Nada de esto hubiera ocurrido si
hubieran elecciones competitivas. Ahí esta la raíz del problema.
Queda el tema del megafraude, del cual no voy a comentar,
pues no tengo pruebas ni datos concretos, aunque comienzan a aparecer
desde los comandos de los candidatos afectados. En todo caso, si el
fraude fue masivo, igual se basa en una mesa servida por lo antes
mencionado.
¿Qué viene ahora? De eso hablaremos pronto.
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