Ramón Peña
Enero 28, 2018
Los retratos de nuestra cotidianidad son terribles. Niños y adultos ansiosos a la expectativa de los bidones de desperdicio de un asador de Las Mercedes; hileras de rostros somnolientos esperando que al enrollarse la Santamaría del abasto logren hacerse de algún básico de la dieta diaria; videos del otrora radiante metro de Caracas, mostrando la caótica tortura de utilizar un servicio de calidad infrahumana; colas resignadas para procurarse un miserable tarjetón de racionamiento con apelativo de patria; rostros de fugaz ilusión monetaria de quienes perciben aumentos oficiales del salario mínimo; asaltos a supermercados o, a lo Mad Max, emboscadas en las carreteras a transportes de alimentos. Son solo algunas, entre decenas, de las imágenes que articulan el balance de gestión de quienes aún pretenden prorrogarse en el poder. Ya admiten públicamente sus verdaderos motivos. Ante las nuevas sanciones a sus jerarcas, esta vez impuestas por la Unión Europea, responden con la convocatoria espuria y precipitada a unas elecciones presidenciales con los arreglos para asegurarse el triunfo. Porque el mundo se les cierra. Cada vez menos lugares dónde disfrutarlo en libertad. El poder es su guarida. La madriguera para estar a salvo de justicia, escraches y desprecios. En cuanto al pueblo, el cinismo ya no les alcanza para prometerle nada mejor en el futuro. Por inercia, persiguen el viejo desiderátum: una sociedad mermada en sus aspiraciones, conformista, ignorante de la existencia de un mundo mejor… La encrucijada no puede ser más perentoria. La sociedad reclama de sus líderes la acción cohesionada de todas las fuerzas de la oposición democrática, de los partidos, de la sociedad civil. Con el país en el umbral de la desesperación, es ridícula y condenable cualquier ambición personal o de partido. Capitalicemos la gran mayoría que somos. Cada minuto cuenta. Es inimaginable el desastre social y moral si permitimos que se prorrogue la pesadilla.
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