LAUREANO MARQUEZ
Quizá el mayor daño que el régimen ha hecho no es la destrucción de
la industria petrolera ni la desaparición del oro ni la quiebra de la
agricultura y de la industria; no es ni siquiera el condenar al exilio
al 10% de la población, la destrucción del sistema educativo y el haber
conseguido que Venezuela tenga la inflación más grande del planeta, que
la mortandad de cada día sea solo un dato estadístico, que los niños
estén muriendo de desnutrición.
El mayor daño lo ha hecho en la demolición del alma nacional, de la
esperanza ciudadana, de la dignidad de un pueblo. También han sucumbido
—en este asalto a la cordura— el sentido común, la bondad, la
tolerancia, la compasión y el respeto. El mayor daño ha sido hecho en
nuestros corazones, que se han vuelto incrédulos, desconfiados; que solo
ven maldad y traición por todas partes. Ya no confiamos en nada ni en
nadie; toda opinión que no sea la nuestra nos parece interesada,
despreciable, digna de agresión e insulto. Estamos en una torre de Babel
de sentimientos. La destrucción es, pues, mucho mayor de lo que parece a
primera vista. Ya hay momentos en los que dudamos de que Venezuela
tenga salvación. Somos una tierra en la que toda maldad tiene su
asiento. Estamos cercanos a eso que Hobbes llamaba el “estado de la
naturaleza”, es decir, el estado previo al ordenamiento jurídico, a las
leyes morales, a las normas de convivencia que hacen de un hombre un ser
humano. Estamos —diría Hobbes— “en un estado que se denomina guerra;
una guerra tal que es la de todos contra todos”.
Santo Tomás de Aquino decía que un tirano se apropia no solo de los
bienes materiales de su pueblo, sino de sus bienes culturales; suprime
los valores porque requiere un pueblo que sea lo menos virtuoso posible y
promueve la enemistad entre los ciudadanos apelando al viejo principio
de “divide y reinarás”. El tirano “despojado de la razón, se deja
arrastrar por el instinto, como la bestia, cuando gobierna”, nos dice el
Angélico. De esta manera logra envilecer a los ciudadanos hasta el
extremo, porque sabe que así los somete mejor. Sin duda, en Venezuela
este instinto ha funcionado a la perfección. Los venezolanos hemos sido
envilecidos al extremo.
Cómo haremos para volver a creer en nosotros mismos, para
considerarnos un pueblo digno de progreso y bienestar, de libertad y
democracia; digno de vivir feliz sin necesidad de huir de su tierra. Es
una pregunta que nos atañe y nos concierne a todos. En nuestro horizonte
hay demasiada hambre, demasiada sangre, demasiado odio. Necesitamos con
urgencia volver a creer en algo: creer que somos posibles, que podemos
respetarnos y tolerarnos, que comer es una actividad normal del ser
humano, que podemos transitar calles seguras, que los desacuerdos no nos
condenan a asesinarnos, que hay esperanza y futuro y que ese futuro
puede ser del tamaño del empeño que pongamos en él. No puede ser que una
tierra que es capaz de producir tanto talento, tantas individualidades
inteligentes y capaces, esté condenada al fracaso como proyecto común.
Esta lucha comienza en nosotros mismos. Corazón adentro debemos hacer
que Venezuela renazca como una aspiración de fe en nuestro espíritu,
comprometida con valores, principios e ideas. La lucha es afuera y es
adentro. Volver a creer en nosotros es el primer paso para salir de
esto, porque a esa certeza no hay fuerza humana que la someta. Ese día
veremos a la tiranía desvanecerse hasta convertirse en un mal recuerdo,
como cuando, mirando un viejo retrato de nosotros mismos, caemos en
cuenta de lo feos que fuimos alguna vez.
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