domingo, 21 de agosto de 2016

BOCAZAS

Ignacio Camacho

IGNACIO CAMACHO

ABC
Tres meses. Eso le duran de media a Donald Trump los directores de campaña, un empleo tan precario como los contratos de camarero en chiringuitos de playa. El último, que llegó en mayo, ha dimitido por trincar del anterior Gobierno prorruso de Ucrania. Pero ese empleo es una silla eléctrica cuyos ocupantes se fríen a base de descargas de ocurrencias que su jefe improvisa con la pasión compulsiva de un jugador de pinball. No hay modo de meter en vereda a un tipo así, tan ebrio de demagogia que resulta incapaz de controlar su propio éxito. A la hora de la verdad, el hombre del pelo cardado está creciendo hasta alcanzar su máximo nivel de incompetencia según el principio de Peter. El peligro aún no ha pasado por más que en el termómetro de las encuestas haya comenzado a enfriarse el mercurio de la insensatez. Sin embargo el populismo tiene sus límites, y hasta los más cerriles habitantes de la América profunda, con su rifle en el aparador y su furgoneta Bronco en la puerta, empiezan a desconfiar de la idea de entregarle el maletín nuclear a un comandante en jefe tan gárrulo y bocazas.
Tal vez Hillary Clinton sea la peor candidata frente a esta especie de Jesús Gil sin guayabera; es el epítome de la élite contra la que Trump dirige sus arengas inflamadas de odio, el blanco perfecto para apuntar la diatriba antipolítica y anticasta. Sin embargo las expectativas de los demócratas crecen gracias al abandono de los republicanos moderados, personas honorables horrorizadas ante la zafiedad de un charlatán de barraca. También se ha producido –veremos si a tiempo– el natural giro estratégico de los grandes medios que, excitados por el impulso de las audiencias, le rieron al estrafalario aspirante sus estúpidas gracias. Trump abría los noticiarios porque subía el share y proporcionaba sustanciosos bonus a los ejecutivos de las grandes cadenas (¿a que resulta familiar este proceso?), pero ahora que lo tienen merodeando el cuadro de mandos consideran que la broma ha ido demasiado lejos y han mandado que cese tanta jovial alharaca. Los agitadores populistas son rentables mientras se mueven en los márgenes del sistema. Luego llega un momento en que se vuelven autónomos y se creen su propio discurso, o se lo cree la gente. Entonces se acaba la complacencia; con las cosas de comer no se juega.
Con todo, el peor enemigo del candidato es su propia (sin)sustancia. Se le ve demasiado el cartón y se le va a hacer larga la campaña. En Estados Unidos la Presidencia no se regala; hay que contestar algunas preguntas y resolver ciertos debates en los que no bastan los argumentos de barra de bar ni las pedestres soluciones de andar por casa. De la solidez de esa arquitectura política depende esta carrera electoral a la que el mundo asiste en vilo, y en la que como casi en todas partes el pragmatismo resignado se ha convertido en la última esperanza.

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