FERNANDO SAVATER
Durante mucho tiempo, el calificativo “fascista” se ha empleado entre nosotros con la indiscriminada vaciedad de cualquier otro dicterio, como llamamos “hijoputa” a ciertos tipos aunque no dudamos de la virtud de sus madres o “cabrón” a otros de los que nada nos interesa menos que la fidelidad de sus parejas.
Así, “fascista” es solamente un tipo intransigente y agresivo en política, principalmente de derechas, o alguien que no comparte nuestras ideas y lo demuestra con pocos miramientos.
Un poco más técnico es el uso de esa descalificación llena de resonancias autoritarias cuando se aplica a partidos o grupos de extrema derecha xenófobos y dispuestos a utilizar la violencia contra quienes consideran invasores de su país o contrarios a sus tradiciones, como hoy existen en Alemania, en Francia y en el Reino Unido. En España hemos padecido una variante de izquierdas de esa lacra con el nacionalismo terrorista de ETA y sus auxiliares, que todavía campan por ahí aunque ya con las uñas sometidas a manicura política.
Sin embargo, aunque compartan algunos de los rasgos de la tipología clásica del fascismo, tal como la estableció Stanley Payne y otros especialistas, sus diferencias son todavía notables. En cambio, hay otro movimiento que demuestra en mucha mayor medida los peores modos fascistas, como ha hecho notar recientemente el periodista italiano Massimiliano Panarari. Se trata naturalmente del ISIS, Daesh o como prefieran denominarse los representantes del extremismo yihadista que utiliza el terrorismo como instrumento para atacar a los países musulmanes que pretenden dominar y a las democracias occidentales que consideran sus peores enemigos.
En particular es puramente fascista su combinación entre el rechazo furibundo a las libertades de ideas y conductas que derivan de la modernidad ilustrada, laica y pluralista, con la utilización de las técnicas más avanzadas tanto en el terreno del armamento como en el de las comunicaciones y propaganda. Esta “modernidad reaccionaria”, este empleo de los medios derivados de la Ilustración contra sus mejores fines, fue también característico de los fascismos de mediados del pasado siglo. Y junto a ello, la exaltación de la muerte como bendición que corona a los elegidos, el nihilismo no ya irracional sino directamente antirracionalista que convierte el asesinato indiscriminado de ciudadanos tomados por sorpresa en sus negocios o en sus ocios como la más alta tarea religiosa, rematada -nunca mejor dicho- después por la autoinmolación del criminal que la ha llevado a cabo.
Por supuesto que todo ello embadurnado en el cieno antihumanista que considera arte “degenerado”, incluso a las joyas arqueológicas que han sido respetadas durante siglos por los más diversos grupos humanos.
Este proyecto de dominio exterminador no es propiamente islámico, por mucho que encuentre justificaciones ad libitum en algunos textos coránicos leídos de manera exaltada y excluyente. Es un terrible tumor nazifascista brotado sobre la religión musulmana y que la aprovecha como cualquier otro parásito letal utiliza el cuerpo del que se nutre.
Es hora de llamar a las cosas por su nombre, porque solo a partir de una caracterización ideológica precisa del enemigo se le podrá combatir de manera verdaderamente eficaz.
Un poco más técnico es el uso de esa descalificación llena de resonancias autoritarias cuando se aplica a partidos o grupos de extrema derecha xenófobos y dispuestos a utilizar la violencia contra quienes consideran invasores de su país o contrarios a sus tradiciones, como hoy existen en Alemania, en Francia y en el Reino Unido. En España hemos padecido una variante de izquierdas de esa lacra con el nacionalismo terrorista de ETA y sus auxiliares, que todavía campan por ahí aunque ya con las uñas sometidas a manicura política.
Sin embargo, aunque compartan algunos de los rasgos de la tipología clásica del fascismo, tal como la estableció Stanley Payne y otros especialistas, sus diferencias son todavía notables. En cambio, hay otro movimiento que demuestra en mucha mayor medida los peores modos fascistas, como ha hecho notar recientemente el periodista italiano Massimiliano Panarari. Se trata naturalmente del ISIS, Daesh o como prefieran denominarse los representantes del extremismo yihadista que utiliza el terrorismo como instrumento para atacar a los países musulmanes que pretenden dominar y a las democracias occidentales que consideran sus peores enemigos.
En particular es puramente fascista su combinación entre el rechazo furibundo a las libertades de ideas y conductas que derivan de la modernidad ilustrada, laica y pluralista, con la utilización de las técnicas más avanzadas tanto en el terreno del armamento como en el de las comunicaciones y propaganda. Esta “modernidad reaccionaria”, este empleo de los medios derivados de la Ilustración contra sus mejores fines, fue también característico de los fascismos de mediados del pasado siglo. Y junto a ello, la exaltación de la muerte como bendición que corona a los elegidos, el nihilismo no ya irracional sino directamente antirracionalista que convierte el asesinato indiscriminado de ciudadanos tomados por sorpresa en sus negocios o en sus ocios como la más alta tarea religiosa, rematada -nunca mejor dicho- después por la autoinmolación del criminal que la ha llevado a cabo.
Por supuesto que todo ello embadurnado en el cieno antihumanista que considera arte “degenerado”, incluso a las joyas arqueológicas que han sido respetadas durante siglos por los más diversos grupos humanos.
Este proyecto de dominio exterminador no es propiamente islámico, por mucho que encuentre justificaciones ad libitum en algunos textos coránicos leídos de manera exaltada y excluyente. Es un terrible tumor nazifascista brotado sobre la religión musulmana y que la aprovecha como cualquier otro parásito letal utiliza el cuerpo del que se nutre.
Es hora de llamar a las cosas por su nombre, porque solo a partir de una caracterización ideológica precisa del enemigo se le podrá combatir de manera verdaderamente eficaz.
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