RAUL FUENTES
La revolución bolivariana nada nuevo trajo consigo, a no ser que se tenga por novedad la jactanciosa predilección del comandante sideral por las sentencias apocalípticas – “O tomamos el camino del socialismo o se acaba el mundo” –, las aparatosas, cuando no ridículas, denominaciones para designar viejos organismos y vender como cambio lo que no pasaba de ser maquillaje burocrático, y las consignas huecas con base en términos mal aprendidos con el fin de emperifollar la coartada semántica con la que (a falta de pan, bueno es montar la carpa) pretendió justificar las carencias del modelo castro populista que se afanó en imponernos; así, a los remiendos asistencialistas fraguados en Cuba por el más barbudo de los caimanes –limosnas clientelares para medirse en un referéndum que dejó claro hacia dónde se inclinaba la balanza arbitral–, bautizó misiones, al igual que la iglesia a sus avanzadillas catequizadoras, porque se procuraba conquistar, mediante chantajes afectivos y bozales alimentarios, adeptos a su anacrónico evangelio.
La facundia incontrolada del faramallero barinés, cuya petulancia era del tamaño (y rima con ella) de su ignorancia, entusiasmó a los que contaban pollos nonatos –ofrecidos por un mesías wash & wear que sacó partido de sus insuficiencias léxicas para convertir el adjetivo escuálido en sinónimo de opositor, acaso el mayor logro de la revolución oral–, y contagió a una disidencia iracunda e inmediatista que, inmovilizada, mucho hablaba y poco hacía hasta que, afortunadamente, la contestación devino en concertación. Y ha sido uno de los artífices de esta entente Henry Ramos Allup, quien, valido de un neologismo con chisporroteos del encendido y periclitado discurso betancurista, hizo analgatizar a unos ex constituyentes que, mansos conejitos dando saltos en sus patitas, respaldaban y festejaban ¡hurra! las arbitrariedades de las pavosas e innombrables comadronas del continuismo. ¡Constituyenticidas! Así llamó el presidente del Parlamento al grupete de incondicionales que, con la señal de costumbre y sin decir esta boca es mía, extendieron un cheque en blanco a Hugo Chávez con un texto constitucional que, más temprano que tarde, será sometido a revisión y reformas, por farragoso, redundante y cursi.
Horror vacui es una expresión latina con la que, especialmente en las artes, se trata de explicar el vértigo concitado por la nada. Se ha usado para categorizar el barroco y sus derivaciones extremas –rococó, churrigueresco–, pero podemos aplicarla al miedo a las omisiones que compelió a un poder originario, mediatizado por el militarismo, a abarcar demasiado para apretar muy poco –lo demuestra el desapego de los levanta manos estigmatizados por Ramos–. Horror al vacío, sí; el mismo que impulsa a los grafiteros rojos a pintarrajear siluetas en alto contraste (que ni siquiera el más indulgente de los críticos llamaría arte revolucionario), rúbricas y totalitarias miradas de quien ya no se recuerda con nostalgia sino con la arrechera de saberle culpable de todas nuestras angustias, tormentos y quebrantos, en espacios que nos confiscan para perpetrar sus atroces murales; presienten que el olvido es una forma de justicia.
Pavor a reducirse a cenizas sin sentido y transformarse en un cero a la izquierda es lo que explica el empecinamiento del cogollo en mantener como cabeza de gobierno a un desangelado badulaque, sin respaldo popular alguno, que representa lo peor de lo peor del régimen en materia de sensatez. A quien se encaramó, por la gracia de Chávez, en las alturas del poder y desafió la razón afirmando que éste se le aparecía transmigrado en pajarillo, había que ponerle coto desde esa alucinación. Los chinos que, además de pacientes y refinados hasta en la tortura, son sabios, tienen un dicho que endosan a Confucio: “Sí un pájaro te dice que estás loco, debes estarlo, porque los pájaros no hablan”. La locura, al parecer, vino con el cargo. Según el asesino del diván, el perpetuo estaba más tostado que culo de olla (Pepe Mújica piensa igual de Maduro). En un país serio –distamos mucho de ser tal cosa– el delirio de grandeza se remedia vistiendo a quien lo padece con una camisa de mangas largas, muy largas. Aquí, sugerir semejante tratamiento es exponerse a ser acusado de tramar conjuras en complicidad con los enemigos habituales. Tienen miedo los titiriteros de quedarse sin muñeco en su esperpéntico retablo –harán lo imposible por impedir que el RR se realice antes del 10 de enero de 2017– y que un mono, cual el que habla al oído de Maese Pedro en el Quijote, se apodere del escenario y oree los trapos sucios de su pasado, augurándoles un desolado porvenir. El vacío provoca mareos a esos tramoyeros que, antes de abdicar, prefieren jugarse el resto en un sangriento desenlace para su retrograda hegemonía; son, y el hallazgo de Ramos es feliz, constituyenticidas vencidos por el horror vacui.rfuentesx@gmail.com
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