JEAN MANINAT
Donald John Trump no odia la inmigración como quieren hacer creer los medios de comunicación internacionales, the poor guy. En realidad, detesta a los emigrantes de origen mexicano y en ellos ve representado el rostro de todos los “latinos”, peculiar manera de denominar a ese conglomerado variopinto con raíces más abajo del Río Grande, especializado en hacer los trabajos imprescindibles que otros no quieren hacer.
Él es nieto de alemanes bávaros por parte de padre e hijo de escocesa emigrada a Estados Unidos apenas en 1917. Digamos, sus ancestros no descendieron del Mayflower, ni participaron en la Convención de Filadelfia para sancionar la Constitución de Estados Unidos de América. Ni tomaron fusil y calaron bayoneta en la Guerra de Secesión.
Tampoco hay constancia de que hayan peleado en la I o en la II Guerra Mundial. Ni en la Guerra de Corea en contra de los comunistas. La hay, eso sí, de que Donald escabulló la guerra de Vietnam gracias a una revisión médica que le encontró, súbitamente, un espolón calcáneo -una patología del talón que impide realizar con normalidad las actividades diarias-. El talón de Donald no tiene origen divino, más bien es prosaicamente óseo.
De manera tal que tampoco tenemos a un patriota, a un veterano soldado como el excandidato presidencial republicano John McCain, quien pasó varios años como prisionero de guerra en Hanoi. Donald, eso sí, sugirió que los defensores del libre porte de armas que garantiza la Segunda Enmienda de la Constitución podrían hacer “algo” frente a Hillary Clinton. Una peligrosa boutade, la cual, en el menor de los casos, delata una personalidad irrefrenablemente adicta a sus propios excesos.
En Citizen Kane, Orson Welles, relata el auge y caída de un estrafalario personaje, magnate de la prensa, millonario, quien surge en su carrera por el poder gracias a un mensaje populista dirigido al “hombre común”, al preterido por las élites políticas y económicas estadounidenses. El tinglado de su vida personal y amorosa impiden que gane su apuesta para ser gobernador del estado de Nueva York y arruina su carrera política para siempre. Termina su vida en la opulencia solitaria de una mansión fantasmal repitiendo la palabra rosebund. Toda una alegoría anticipada.
El populismo es usualmente asociado con el subdesarrollo, con políticos caribeños que visten de dril blanco, o con caudillos sureños de pelo engominado y verbo trepidante. Sin embargo, Alemania e Italia, sociedades altamente sofisticadas y con una cultura desbordante, dieron luz al nacional-socialismo (nazismo) y al fascismo, movimientos de origen populista luego militarizados. El Füher alemán e Il duce italiano, fueron unos mediocres sangrientos, provistos de un verbo fácil que “comunicaba” con las masas populares, y que condujo a dos grandes naciones, ambas en la cúspide de la cultura occidental, al más cruento de los delirios políticos de la Europa civilizada y moderna.
Donald Trump está en modo de barrena -siempre puede recuperarse, así es la política-; por lo pronto ha dejado un rastro de odio, racismo, exclusión, violencia verbal, ultraje de los valores ajenos, que será difícil de borrar, de superar las secuelas que ya deja en los niños
-según el New York Times- expuestos a su bazofia moral e intelectual. Esa suele ser la herencia de la demagogia. En Venezuela lo hemos vivido. El populismo no tiene color de piel.
-según el New York Times- expuestos a su bazofia moral e intelectual. Esa suele ser la herencia de la demagogia. En Venezuela lo hemos vivido. El populismo no tiene color de piel.
@jeanmaninat
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