Hector E. Schamis
El País
El poder no es eterno. Saber cuando dejarlo es tan importante como entender qué se debe hacer para obtenerlo. Para un partido político, partir a tiempo, una vez que la credibilidad, el consenso o la legitimidad se han erosionado, significa ser viable en el futuro. En democracia es una inversión.
También lo es en la no democracia. El PRI bajo Zedillo reformó el sistema electoral para asegurar su transparencia. Derrotado en las urnas, entregó el poder al PAN luego de 71 años de hegemonía para regresar doce años después por medio de esas mismas elecciones libres. Con la excepción de la ex Yugoslavia, en la Europa postcomunista el Estado-partido abandonó el poder en paz. Lo que es más, en Polonia y Hungría los comunistas se convirtieron en socialdemócratas, regresando en 1994 a través de elecciones competitivas.
Y aquellos sí que eran partidos que no concebían la alternancia. El problema de Venezuela es, por ende, muy simple. Se trata de la descomposición de un régimen sin poder pero que se rehúsa a abandonarlo. Es un gobierno corriendo en la ratonera por propia voluntad. No comprenden que deben dejar el poder y que cada día adicional hipotecan su futuro hasta como identidad política, la que alguna vez fue sólida y profunda.
Y no es solo el partido de gobierno. Hay más partícipes en este crimen; algunos por acción, otros por omisión. Primero están los expresidentes Fernández, Torrijos y Zapatero, cuyo diálogo ha fracasado. Desde que comenzaron con su mediación, Venezuela no tiene menos presos políticos, ni menos carencias humanitarias, ni menos violaciones de derecho; en realidad tiene más. Pero también fracasaron por que no han sido capaces de hacerle entender al gobierno que el problema fundamental es su obstinada resistencia a dejar el poder.
O, más bien, no han tenido interés en hacerle entender. Con impúdica candidez, Rodríguez Zapatero admitió exactamente eso el 21 de junio pasado ante el Consejo Permanente de la OEA: “Este será un proceso largo, duro y difícil”, en virtud de que en Venezuela ha habido “un cambio de régimen, un proyecto político mayoritario que ganó 18 de 20 elecciones”.
Hagamos un ejercicio intelectual. Zapatero sabe bien que si Venezuela tuviera un régimen parlamentario, el gobierno de Maduro se habría disuelto el 7 de diciembre, luego de la elección. No ignora que en democracia toda mayoría es transitoria, y que un presidencialismo sin alternancia—18 de 20 elecciones—inevitablemente deriva en autoritarismo; ese es justamente su “cambio de régimen”. Y también sabe que, siendo un sistema presidencialista, la constitución tiene un mecanismo equivalente a un voto de no confianza: el referéndum revocatorio que él mismo retrasa. Nada como las profecías auto cumplidas.
Pero a fuerza de ser ecuánimes, no son ellos los únicos que han fracasado en esta misión educativa. Los dirigentes de la oposición tampoco han sido buenos maestros; deberían hacer un mea culpa. Una estrategia incoherente, por decir lo menos, la MUD ha pasado de los encuentros secretos en la República Dominicana—fracasados por que, además, el régimen se reserva el derecho de admisión—a los viajes urgentes a Washington para pedir a gritos la Carta Democrática. Claro que, una vez invocada la Carta, parecen olvidarse de la OEA y relegitiman al trío Zapatero devolviéndoles la iniciativa perdida; y no ha ocurrido solo una vez. Un gigantesco Síndrome de Estocolmo, el más reciente abuso ha sido la ratificación de la condena a Leopoldo López.
Tampoco ayuda la reciente postulación de Henry Ramos Allup a la presidencia. Nada menos, como si Venezuela tuviera un proceso democrático normal y con un calendario electoral normal. A menos que esa candidatura ya de por sentado que no habrá revocatorio, que Maduro terminará su período y que por consiguiente las elecciones presidenciales serán en octubre de 2018. Y que algunos potenciales competidores continuarán inhabilitados.
Tampoco Estados Unidos ha hecho una contribución pedagógica. Ni mucho menos, con una diplomacia confusa, de múltiples viajes y encuentros de los cuales no existe demasiada información acerca de sus logros. Nótese que cuando Reverol fue imputado por el Departamento de Justicia por narcotráfico, la inmediata respuesta de Maduro fue nombrarlo ministro del interior. Ello no sugiere, precisamente, exitosas negociaciones diplomáticas entre el Departamento de Estado y Caracas.
Ha sido ambivalente Santos y su política exterior, aún cuando Maduro expulsó a miles de colombianos en 2015. Entre las negociaciones en La Habana y el plebiscito que se aproxima, Santos parece creer que la continuidad de Maduro le es funcional para aprobar el acuerdo de paz. Tal vez lo sea, pero seguro que no lo es para sostener la paz al día siguiente del acuerdo. ¿Cómo podría haber paz duradera en Colombia con un Estado colapsado en Venezuela?
Lo de Argentina tampoco ha sido demasiado loable. Mauricio Macri es un presidente con principios, sin duda, y así se vio desde el comienzo. Pero luego entró la candidatura de su canciller en la ecuación, convirtiéndose casi en la prioridad de la política exterior. Así, con la presencia de Venezuela en el Consejo de Seguridad, los viajes en avión de PDVSA y la diplomacia (mal) entendida como el arte de la indefinición, la canciller se ocupa de los ambigüedades mientras el presidente se saca las fotos. A diferencia de Brasil y Paraguay, la cancillería argentina ni siquiera parece ser capaz de tener una posición inequívoca en relación a Mercosur. Una de las economías más cerradas del planeta—y en dictadura—encabezaría la negociación de un tratado de libre comercio con la Unión Europea.
En este desesperanzador contexto, quizás no sorprenda tanto que allí sigan Maduro y Cabello, en el poder. Frente a ellos, solo parece quedar la convicción de la Carta Democrática de la OEA y su Secretario General quien, ante la duda generalizada y el cálculo oportunista, continúa invocando los elementales principios del derecho. Podrá ganar o perder, pero allí mismo, en esa normatividad, yace la posibilidad de una Venezuela democrática.
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