LUCIANO ALVAREZ
EL PAÍS, URUGUAY
Ya vimos esa película”, escribió el exsandinista Sergio Ramírez, respecto al golpe de Estado de su antiguo correligionario Daniel Ortega:
“La institucionalidad funcionaba a medias, pero hoy ha dejado de funcionar del todo […] Hoy queda claro ante el más benévolo que se trata de un régimen de partido único, a la usanza más obsoleta, […]. Y al mismo tiempo, es una autocracia familiar.”
Sí, ya vimos esa película, una triste historia de dos siglos, desde el río Bravo hasta la Patagonia.
Las plazas americanas están tachonadas de próceres montados en briosos corceles, pero ¿cuánta paz nos han legado? ¿Cuánta prosperidad, cuánta democracia y libertades políticas?
El siglo XIX es violento sin excepciones. En el XX los oasis son Uruguay y Costa Rica, que lograron pactos republicanos de larga duración, salvo algunos sobresaltos como el período terrista en el Uruguay, la dictadura de Tinoco Granados (1917- 1919) o la breve pero terrible guerra civil del 48, en Costa Rica.
A diferencia de la “Suiza de Centroamérica”, Uruguay sufrió la violencia revolucionaria, iniciada a mediados de los 60 y la posterior dictadura militar (1973-1985).
Chile ha mantenido una larga estabilidad política, pero con grandes costos e inequidad sociales. La primera mitad del siglo XX (1925-1958) está signada por Carlos Ibáñez, titular de gobiernos dictatoriales, legales o bajo su influencia; una suerte de peronismo a la chilena.
Luego de un período de calma llega la dictadura de Pinochet (1973- 1990), precedida de una verdadera guerra civil.
Hubo países como Paraguay, Bolivia, Perú y Ecuador en los que, entre cuartelazos, el promedio de la gestión presidencial, en el siglo XIX, no alcanza al año.
En Paraguay hubo que esperar hasta 1916 para que un presidente civil -Eduardo Schaerer- cumpliera su mandato sin golpes ni levantamientos militares; luego solo tres presidentes terminaron su mandato, el resto son cuartelazos, gobiernos provisorios y Stroessner (1954-1989).
En Perú se estrenó un nuevo tipo de dictadura: “el peruanismo”. En la madrugada del 3 de octubre de 1968, el ejército sacó malamente y a medio vestir al presidente constitucional Belaúnde Terry y puso en su lugar al Gral. Velasco Alvarado. Durante doce años, buena parte de la izquierda de Latinoamérica, la uruguaya entre ellas, soñaría con la revolución de galones y entorchados.
Bolivia, país de tan breves como numerosas dictaduras militares, vivió desde los 50 largos años bajo la veleidosa influencia política de Víctor Paz Estenssoro, quien gobernó doce años y seis meses, alternando legalidad, golpes y exilios. Bolivia ha sido “el país del cuartelazo” constituido en sistema casi exclusivo para cambiar de presidente entre 1964 y 1982.
Argentina, luego de las brutales guerras civiles entre provincias y la larga dictadura de Rosas, la segunda mitad del siglo XIX está signada por la llamada Organización nacional, iniciada por Bartolomé Mitre, que alcanza democracia plena y progreso social con Irigoyen y los gobiernos radicales (1916 y 1930). El golpe de Estado de Uriburu abre la década infame y desde entonces hasta 1983, el ejército será un protagonista algo silencioso durante el peronismo (1946-1955) y dueño o tutor de todos los gobiernos hasta 1983.
En Brasil, en el ocaso de la República Velha (1889-1930), irrumpe el Tenentismo, movimiento político-militar de jóvenes oficiales. El 24 de octubre de 1930, un golpe militar le da el poder a Getulio Vargas, quien gobernará hasta su suicidio en 1954. Su oscuro sucesor fue depuesto por un movimiento político-militar “preventivo”. Los breves interregnos democráticos serán tutelados y depuestos por el ejército que directamente tomará el poder entre 1964 y 1985.
¿Y que decir, de México, “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados unidos”, con su violencia política, sus revoluciones, el porfiriato, el largo jacobinismo del PRI?
¿Y del patio trasero del imperio? Guatemala tuvo que esperar hasta Vinicio Cerezo (1986-1991) para tener el primer presidente democrático, sin tutoría militar.
El Salvador sufrió la Dinastía Meléndez-Quiñones, (1913-1931), seguida de una larga época de militarismo y guerrillas (1931-1979).
Cuba, independizada de España por la “generosa” intervención estadounidense de 1898, tuvo su primer presidente constitucional, Tomás Estrada Palma, en 1902; una “revuelta popular” terminó con su mandato en 1906. Luego vendría la inestabilidad, la dictadura de Gerardo Machado (1925-1933), clausurada por la Revuelta de los sargentos liderada por un tal Fulgencio Batista, hasta que en 1959, Fidel Castro trae al continente la dictadura comunista y el culto a la personalidad. La sucesión dinástica ya estaba inventada.
Nicaragua ha sido de los más sufridos: desde la ocupación del filibustero estadounidense William Walker, pasando por los sucesivos gobiernos de oligarquías familiares (es increíble como unos pocos apellidos agotan las listas presidenciales) y la dinastía dictatorial de los Somoza (1937-1979). Los Somoza integran un modelo paradigmático, acompañados por los Duvalier, en Haití; los Trujillo en República Dominicana o Juan Vicente Gómez, en Venezuela.
Su morbosa fascinación produjo un subgénero narrativo: La novela del dictador, cuyos ejemplos más notables son Tirano Banderas (1926), El señor Presidente (1946), El recurso del método (1974), Yo el Supremo (1974), El otoño del patriarca (1975), La novela de Perón (1985) y La fiesta del chivo (2000).
El último tramo del siglo XX, desde los 80, pareció traer un soplo de democracia representativa y libertad, sin embargo, el siglo actual vistió a las autocracias con nuevas ropas: las democracias delegativas, un término acuñado por Guillermo O’Donnell, que “se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado, restringido solo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes […]. El presidente es considerado como la encarnación del país, principal custodio e intérprete de sus intereses.”
Los ejemplos están a la vista. Solo haré una puntualización; estas nuevas formas de gobierno han importado algunas novedades que creíamos propias del África poscolonial: los presidentes payasos, las cleptocracias y los sabios de la tribu.
Sí, ya vimos esa película, una triste historia de dos siglos, desde el río Bravo hasta la Patagonia.
Las plazas americanas están tachonadas de próceres montados en briosos corceles, pero ¿cuánta paz nos han legado? ¿Cuánta prosperidad, cuánta democracia y libertades políticas?
El siglo XIX es violento sin excepciones. En el XX los oasis son Uruguay y Costa Rica, que lograron pactos republicanos de larga duración, salvo algunos sobresaltos como el período terrista en el Uruguay, la dictadura de Tinoco Granados (1917- 1919) o la breve pero terrible guerra civil del 48, en Costa Rica.
A diferencia de la “Suiza de Centroamérica”, Uruguay sufrió la violencia revolucionaria, iniciada a mediados de los 60 y la posterior dictadura militar (1973-1985).
Chile ha mantenido una larga estabilidad política, pero con grandes costos e inequidad sociales. La primera mitad del siglo XX (1925-1958) está signada por Carlos Ibáñez, titular de gobiernos dictatoriales, legales o bajo su influencia; una suerte de peronismo a la chilena.
Luego de un período de calma llega la dictadura de Pinochet (1973- 1990), precedida de una verdadera guerra civil.
Hubo países como Paraguay, Bolivia, Perú y Ecuador en los que, entre cuartelazos, el promedio de la gestión presidencial, en el siglo XIX, no alcanza al año.
En Paraguay hubo que esperar hasta 1916 para que un presidente civil -Eduardo Schaerer- cumpliera su mandato sin golpes ni levantamientos militares; luego solo tres presidentes terminaron su mandato, el resto son cuartelazos, gobiernos provisorios y Stroessner (1954-1989).
En Perú se estrenó un nuevo tipo de dictadura: “el peruanismo”. En la madrugada del 3 de octubre de 1968, el ejército sacó malamente y a medio vestir al presidente constitucional Belaúnde Terry y puso en su lugar al Gral. Velasco Alvarado. Durante doce años, buena parte de la izquierda de Latinoamérica, la uruguaya entre ellas, soñaría con la revolución de galones y entorchados.
Bolivia, país de tan breves como numerosas dictaduras militares, vivió desde los 50 largos años bajo la veleidosa influencia política de Víctor Paz Estenssoro, quien gobernó doce años y seis meses, alternando legalidad, golpes y exilios. Bolivia ha sido “el país del cuartelazo” constituido en sistema casi exclusivo para cambiar de presidente entre 1964 y 1982.
Argentina, luego de las brutales guerras civiles entre provincias y la larga dictadura de Rosas, la segunda mitad del siglo XIX está signada por la llamada Organización nacional, iniciada por Bartolomé Mitre, que alcanza democracia plena y progreso social con Irigoyen y los gobiernos radicales (1916 y 1930). El golpe de Estado de Uriburu abre la década infame y desde entonces hasta 1983, el ejército será un protagonista algo silencioso durante el peronismo (1946-1955) y dueño o tutor de todos los gobiernos hasta 1983.
En Brasil, en el ocaso de la República Velha (1889-1930), irrumpe el Tenentismo, movimiento político-militar de jóvenes oficiales. El 24 de octubre de 1930, un golpe militar le da el poder a Getulio Vargas, quien gobernará hasta su suicidio en 1954. Su oscuro sucesor fue depuesto por un movimiento político-militar “preventivo”. Los breves interregnos democráticos serán tutelados y depuestos por el ejército que directamente tomará el poder entre 1964 y 1985.
¿Y que decir, de México, “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados unidos”, con su violencia política, sus revoluciones, el porfiriato, el largo jacobinismo del PRI?
¿Y del patio trasero del imperio? Guatemala tuvo que esperar hasta Vinicio Cerezo (1986-1991) para tener el primer presidente democrático, sin tutoría militar.
El Salvador sufrió la Dinastía Meléndez-Quiñones, (1913-1931), seguida de una larga época de militarismo y guerrillas (1931-1979).
Cuba, independizada de España por la “generosa” intervención estadounidense de 1898, tuvo su primer presidente constitucional, Tomás Estrada Palma, en 1902; una “revuelta popular” terminó con su mandato en 1906. Luego vendría la inestabilidad, la dictadura de Gerardo Machado (1925-1933), clausurada por la Revuelta de los sargentos liderada por un tal Fulgencio Batista, hasta que en 1959, Fidel Castro trae al continente la dictadura comunista y el culto a la personalidad. La sucesión dinástica ya estaba inventada.
Nicaragua ha sido de los más sufridos: desde la ocupación del filibustero estadounidense William Walker, pasando por los sucesivos gobiernos de oligarquías familiares (es increíble como unos pocos apellidos agotan las listas presidenciales) y la dinastía dictatorial de los Somoza (1937-1979). Los Somoza integran un modelo paradigmático, acompañados por los Duvalier, en Haití; los Trujillo en República Dominicana o Juan Vicente Gómez, en Venezuela.
Su morbosa fascinación produjo un subgénero narrativo: La novela del dictador, cuyos ejemplos más notables son Tirano Banderas (1926), El señor Presidente (1946), El recurso del método (1974), Yo el Supremo (1974), El otoño del patriarca (1975), La novela de Perón (1985) y La fiesta del chivo (2000).
El último tramo del siglo XX, desde los 80, pareció traer un soplo de democracia representativa y libertad, sin embargo, el siglo actual vistió a las autocracias con nuevas ropas: las democracias delegativas, un término acuñado por Guillermo O’Donnell, que “se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado, restringido solo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes […]. El presidente es considerado como la encarnación del país, principal custodio e intérprete de sus intereses.”
Los ejemplos están a la vista. Solo haré una puntualización; estas nuevas formas de gobierno han importado algunas novedades que creíamos propias del África poscolonial: los presidentes payasos, las cleptocracias y los sabios de la tribu.
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