HECTOR M. GUYOT
LA NACIÓN
Tengo en mi biblioteca un libraco de varios kilos con todas las letras de Bob Dylan. Basta abrirlo al azar un par de veces para advertir que la Academia Sueca no se equivocó al concederle, anteayer, el Nobel de Literatura. Lo extraño es que Dylan se lleva el premio con sólo una parte de su obra, la textual. Una parte que tiene vida propia, sin duda, pero que resulta difícil escindir de la melodía en la que cabalgó, del timbre y el decir de una inconfundible voz cascada y hasta del color instrumental con que se la vistió en discos y recitales. La obra de Dylan, su magia, es la conjunción alquímica de todo eso. Por eso la Academia, por primera vez, dio el Nobel de Literatura a alguien a quien, antes que leer, hay que escuchar. Los tiempos están cambiando.
Le han concedido el Nobel por su contribución a la poesía. Se quedan cortos: además de poeta, Dylan es narrador, cronista y profeta. Y aquí empieza a temblarme el pulso. ¿Qué decir de él después de todo lo que se ha escrito sobre su vida y su obra? Me dan ganas de abandonar aquí para ir ya mismo a escuchar su música, recomendándoles la misma medicina. Sin embargo, tal vez pueda aportar algo original si relato mi propia experiencia de Dylan. Así como para hablar del mar conviene detenerse en la ola, pienso ahora en un disco suyo, aquel que escuché la semana pasada con mi hija menor. Y eso me remonta a mi primer encuentro con el trovador de Duluth.
Con él llegué al folk y a Joni Mitchell, la otra estrella de mi firmamento musical adolescente. Cuando los escuchaba en el living de mi casa, pasaba mi madre y murmuraba que aquello sonaba todo igual. Yo no me molestaba en responder y volvía a poner la púa al principio del disco. El que más gastaba era Desire. En aquellas canciones había encontrado ya al Dylan completo, aquel capaz de hacer sonar todas las cuerdas, atributo esencial de los grandes poetas.
Dylan tiene además otra condición de todo gran poeta: sus imágenes y metáforas son tan potentes que sus letras (¿debo decir poemas?) ofrecen tantos sentidos como lectores existen. En su naturaleza abierta, permiten que cada quien descubra allí el fantasma de su propia experiencia. Como si jugara con el doble fondo de lo real, Dylan es capaz de cifrar en sus versos las percepciones más nítidas y concretas, pero sabiendo que las apariencias esconden tras la superficie un secreto que admite ser invocado, pero nunca explicado. Ha vislumbrado ese secreto y lo desliza en sus versos para velarlo enseguida, como debe ser.
Curiosas, mis hijas han saqueado mi discoteca desde bastante chicas. Muchos de los CD de Dylan están dispersos entre los suyos, y está muy bien así. La semana pasada, mi hija menor y yo volvíamos a casa en auto. Desde el pendrive empezó a sonar Desire. Muchas décadas después, aquel disco volvía a impactarme como la primera vez. Podría haber cantado las letras de memoria, de principio a fin. Cuando terminó el disco, mi hija quiso volver a escuchar "Sara". Mientras el tema sonaba me reencontré con aquel que, a su misma edad, se deslumbraba con esa declaración de amor. Desde algún lugar entre las palabras, la melodía y la voz cascada, regresó intacta la misma vieja emoción. Miré a mi hija de soslayo. ¿Qué le decía a ella esa canción? Por supuesto, no se lo pregunté. No había nada que explicar. Dylan, el poeta, nos había acercado.
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