RAUL FUENTES
EL NACIONAL
El próximo miércoles se estarán cumpliendo 12 años del derribo de la estatua de Colón emplazada en el paseo caraqueño que llevaba su nombre; un acción vandálica y atroz atizada por Chávez, mediante un atolondrado discurso plagado de estereotipos, lugares comunes y las aburridas e inevitables reiteraciones de quien habla mucho y piensa poco; esa didáctica, aparentemente improvisada –en realidad ensayada narcisistamente–, glosa a su capricho de Venezuela heroica y un clásico escolar aprendido al caletre (Historia elemental de Venezuela del hermano Nectario María), con la que el petulante perpetuo pretendía dictar clase magistral, era banal simplificación de la «leyenda negra» –tesis tan maniquea como su contra, la «leyenda dorada»–, propia de la patriotitis crónica que le compelía a estigmatizar el proceso civilizatorio –y su correlato, el mestizaje cultural– operado durante la colonia, y a asumir que la nuestra era historia iniciada en 1810. El cotorreo chauvinista y el miche que pasaba de mano en mano (o de boca en boca) bastaron para ajustar cuentas con el Almirante de la Mar Océana y desterrarlo de las fiestas nacionales.
En aquella barahúnda revisionista tuvo estelar figuración Freddy Bernal, uno de los más conspicuos culos de mal asiento del oficialismo. Alcalde de Caracas por entonces, trató de poner orden en la pea y, esperando acallar a quienes, con 5 siglos de retardo, exigían vengar a los aborígenes y enjuiciar sumariamente al navegante genovés, pidió calma sin cordura alguna de su parte, pues, declaró: «Nosotros creemos que la historia debe ser reescrita y estamos dispuestos a hacerlo. Por eso rechazamos los honores a Colón». Ello no evitó el «linchamiento» del hombre cuyas singladuras ensancharon el mundo para que nos insertáramos en él. Se incurrió, a fe nuestra y con la aquiescencia presidencial, en un «crimen de lesa historia».
En su Diccionario de tópicos, Flaubert anotó dos frases que sugería pronunciar con solemnidad cuando saliese a relucir la palabra error. La primera, endosada a Talleyrand — hay quienes la endilgan a Fouché —, a propósito del fusilamiento del duque de Enghien, reza: «Es peor que un crimen, es un error». El agravio al descubridor fue, más que ejecución simbólica, un yerro mayúsculo porque reveló que anarquía, impunidad y delincuencia eran rasgos esenciales del petropopulismo rojo. La segunda cita, «Ya no queda ningún error por cometer», la debemos a Adolphe Thiers, el hombre que ahogó en sangre a la Comuna de París. A Maduro el tópico le sienta más que bien: pareciera inspirado en su gestión. Ahora, aunque el gorila santificado mutó el recordatorio de la gesta de Colón en conmemoración de una y que «resistencia indígena», a fin de urdir una epopeya de embuste, amojonada de combates entre buenos, los de aquí, y malos, los de allá –una farsa a la manera de la forjada por los franceses con Astérix le Gaulois, para vindicar, en bandes desinnées, una ilusoria résistance a las legiones de Julio César que ocuparon las Galias–, el gobierno, paradójicamente, persigue a diputados que representan a etnias oriundas de Amazonas, ¡habrase visto tanta incongruencia!
Agotada la ración de errores permisibles, el régimen comienza a lucir en desventaja frente a una oposición que también se ha equivocado, pero ha rectificado a tiempo: en su balance predominan los aciertos sobre las pifias. Para franquear el muro de contención del CNE, la Mesa de la Unidad Democrática reforzó sus cimientos, convocando a sectores extrapartidistas y suscribiendo compromisos que trascienden a los convencionales pactos electoralistas; blindada la unión con la sociedad civil y definido claros objetivos no negociables, endureció sus posturas y aumentó sus apuestas, no por antojo de la jefatura, sino porque lo demandan las circunstancias.
El 12 de octubre de 2004, Hugo y sus pretores se emperraron en reencauzar la historia para que discurriese al son de sus chifladuras; barruntaron que, a falta de pan, eran suficientes el circo mediático y sus indigestas tortas ideológicas, sin reparar en que amor con hambre no tiene vida. Por ello, ni su vicario y ni los guardianes de su deleznable legado, más simbólico que material –incapaces de revertir el deterioro de su imagen y librarle de culpas, gritan ¡Chávez vive!, sabiendo que el mesías ya no les sirve de portaviones–, podrán impedir que se exprese el poder ciudadano con un dilemático y categórico ¡no-me-la-calo-más: referéndum o desobediencia civil! El día miércoles será auténtico día de fiesta nacional y habrá, confiamos, explosión de multitudes manifestando su voluntad de revocar a Maduro. Claro que la pandilla bolivariana y ordenará a sus agentes provocadores montar las ollas del magnicidio y la desestabilización para justificar la violencia. Pero, en esta comedia, se agotaron los errores. Y ya sabemos que de todo hay en el gobierno, menos imaginación.
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