MIS HÉROES INTELECTUALES (3): JORGE LUIS BORGES
Anibal Romero
Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor absolutamente singular, y su obra está llena de enigmas e incontables matices. La multiplicidad de aspectos, temas, interrogantes y sorpresas que esa obra contiene hacen difícil todo intento de sujetarla a interpretaciones unívocas, que pretendan conducirla por senderos estrechos. Borges tiende siempre a escaparse por alguno de los laberintos que tanto llamaban su atención. No obstante, por alguna parte hay que empezar, y pienso que una orientación promisoria señala que en la obra de Borges un elemento clave, una especie de médula espinal, se muestra en su interés por las cualidades estéticas de las ideas y del lenguaje, es decir, por la belleza que es a veces posible hallar en conceptos aparentemente abstractos, así como en la música de ciertas lenguas que cultivó con pasión. Borges formuló tales preferencias en su libro Otras inquisiciones (1952, 1964), donde aseveró que en la totalidad de su obra pueden encontrarse dos tendencias. De un lado, la tendencia “a estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético”, y del otro “a estimarlas por lo que encierran de singular y maravilloso”. Todo esto, añadió, es “quizá indicio de un escepticismo esencial”.
Volveré más adelante a la cuestión del escepticismo, pero por ahora destaco que a partir de su primer libro, el poemario Fervor de Buenos Aires (1923), pueden detectarse en la obra de Borges las mencionadas pistas, que persistieron hasta sus postreros cuentos, poemas y ensayos. Ya en uno de los tempranos poemas de 1923 escribe Borges los nombres de dos filósofos que le acompañarían siempre, George Berkeley y Arturo Schopenhauer, cuyas teorías metafísicas claramente fascinaron la mente juvenil del autor. Como es sabido, Berkeley acuñó la frase “ser es percibir”, que sintetiza su doctrina acerca de la presunta dependencia de lo existente con respecto a la consciencia humana. De hecho, unos versos del primer libro de Borges revelan la presencia de Berkeley en el trasfondo de sus inquietudes. Escribió Borges: “Yo soy el único espectador de esta calle; si dejara de verla se moriría”. Y en cuanto a Schopenhauer, no asombra que los intraficables vericuetos de sus tesis filosóficas sobre “el mundo como voluntad y representación” hayan cautivado a un espíritu como el del escritor argentino, quien toda la vida afirmó estar convencido de que en verdad la vida es sueño, o, como lo expresa en su poema El paseo de Julio, que el ser humano “sufre de caos y adolece de irrealidad”.
Ciertamente, más allá del debate acerca de sus fundamentos conceptuales, posibles errores o veracidad filosófica, los planteamientos de Berkeley y Schopenhauer, entre otros pensadores favoritos de Borges, tienen ese carácter quimérico y maravilloso que tanto le atraía y que es ingrediente primordial de su obra. De hecho, y en primer término, admiro la obra de Borges y le coloco entre mis héroes intelectuales por su poder para estimular la imaginación, para sacarnos de lo cotidiano y conducirnos a un plano donde la fantasía se combina con la realidad, en una serie alucinante de equívocos misteriosos y sagaces perplejidades. Si a ello sumamos la riqueza del lenguaje borgiano, el resultado de leerle no es otra cosa que un incesante descubrimiento de delicias estéticas, de hallazgos literarios constantes y felices.
Este vertiginoso proceso avanza sobre dos pilares, que Borges enuncia con su inconfundible prosa. El primero es que, como dice en otro texto, “en este mundo la belleza es común”, y es patente que escritores como Borges ayudan a entenderla; el segundo es –citándole de nuevo– que “la raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico”. De allí que la obra de Borges constituye una tarea desmesurada, destinada a convertir la realidad en una biblioteca y a hacer que los límites del lenguaje coincidan con los límites del conocimiento. En otras palabras, tal vez no sea excesivo sostener que la ceguera física que acompañó por tanto tiempo a Borges, fue una especie de metáfora invertida de la inmensa visión de su espíritu, una paradoja estupenda a la que supo dar expresión en la primera estrofa de su Poema de los dones, alabando “la magnífica ironía de Dios” que le concedió a la vez “los libros y la noche”.
No he intentado sugerir que Borges haya sido un filósofo en el sentido tradicional, estricto y académico del término. Fue un escritor de ficción, un poeta y un ensayista de notables cualidades. Pero sí cabe decir que reflexionó con asiduidad sobre temas que han estado en el eje de la reflexión filosófica por siglos. Entre otros, despertaron su interés asuntos tales como el tiempo y su significado, la identidad personal y su durabilidad y confusión, la controversia entre fe, agnosticismo y ateísmo, el sentido del ser y de la muerte, y como ya he apuntado el potencial y las limitaciones del conocimiento. Semejantes problemas forman parte tanto de textos de naturaleza ensayística como de sus cuentos y poemas. Esta temática, cabe anotarlo, es analizada con lucidez por Diego Sánchez Meca en su estudio Conceptos en imágenes (Madrid, 2016), así como por el venezolano Juan Nuño en su excelente libro La filosofía de Borges (Barcelona, 2005).
Deseo resaltar de manera especial los cuentos contenidos en dos libros de Borges, Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que con inasible astucia el autor logra plantear o esbozar complejos problemas filosóficos, sin que por ello sufra –sino que por el contrario se enaltezca– la calidad literaria de las narraciones como tales. Se me ocurre que este rasgo de la obra de Borges, el referido a su manejo de una historia con base en lo misterioso de la misma, se vincula a su amor por la literatura policíaca, género que cultivó como agudo lector e igualmente como autor, y en particular como recopilador de excelentes antologías del cuento policial realizadas en colaboración con su amigo Adolfo Bioy Casares. El gusto de Borges por las historias de crímenes y detectivescas es parte, desde luego, de su apego a los rompecabezas y acertijos, apego que forma parte esencial de buen número de sus narraciones.
Muchas veces se ha dicho que una gran cualidad de la obra de Borges es su universalidad, pues en efecto su producción literaria no se queda en un provincialismo estrecho, ni sucumbe ante el folklorismo y arcaísmo que en ocasiones han hecho daño a la literatura latinoamericana. La enorme influencia de Borges alrededor del mundo es prueba patente de la naturaleza global de su alcance y del amplio espacio espiritual de sus temas. Tal verdad no opaca en absoluto el hecho de que en su obra existe una dimensión hondamente arraigada en su país, en su amada ciudad de Buenos Aires, y en el ámbito de barriadas, esquinas, viejas viviendas, leyendas urbanas, duelos, batallas y enfrentamientos a cuchillo en recónditos arrabales, que también forman parte de un clima social y cultural una y otra vez rescatado por Borges. En este orden de ideas, creo posible que Borges, un típico intelectual sedentario que además quedó ciego, divagase entre sueños asumiendo identidades épicas y esa atmósfera guerrera, de aventuras y nomadismo recurrente en sus narraciones y poemas. En uno de ellos, la Milonga de Jacinto Chiclana, se encuentra esta hermosa estrofa, que quizás nos dice mucho sobre el propio Borges y su manera de ver y sentir el mundo: “Entre las cosas hay una/ De la que no se arrepiente/ Nadie en la tierra. Esa cosa/ Es haber sido valiente”.
Imposible que a un lector de Borges se le escape el amor que sentía por Inglaterra y la literatura inglesa. Se trata de un afecto profundo tanto hacia la lengua inglesa en general como hacia un grupo de autores de manera particular, empezando desde luego por Shakespeare. Es posible que los escritores que reciben mayor número de menciones y referencias en la vasta obra de Borges sean los ingleses Thomas De Quincey, G. K. Chesterton, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling (quien nació en la India de padres ingleses y falleció en Londres), acerca de los que Borges no escatima elogios y que evidentemente le proporcionaron grandes satisfacciones, además de materia narrativa y ángulos de aproximación a la misma. De hecho, en un interesante pasaje del Prólogo a su compilación de poemas Elogio de la sombra, Borges admite que la obra de Kipling le enseñó “a narrar los hechos como si no los entendiera del todo”, aseveración que, me parece, proporciona otra clave para aproximarse al secreto que esconden tantas narraciones de Borges. Comparto ese amor de Borges hacia Inglaterra y la lengua inglesa, y es otra de las razones que me llevan a colocarle entre mis héroes intelectuales.
Quiero por último referirme al controversial tema de Borges y la política, en torno el cual se ha levantado una polvareda que me impacta como injustificada. Se me hace difícil concebir un temperamento más alejado de las pugnas, maledicencias, trampas, zancadillas, dobleces, borrascas e insensatez de la política que el de Borges. Presumo que él diría que fue la política la que se ensañó con él, y no al revés, y que hubiese deseado permanecer en paz entre las cuatro paredes de su biblioteca, sin ser alcanzado por las felonías del peronismo, entre otros avatares que le tocó vivir. Ahora bien, si no queda otro remedio habría que decir que Borges, en el campo político, fue un típico conservador en la acepción del término predominante en Inglaterra, por ejemplo. Ser conservador no es lo mismo que ser un reaccionario, alguien que busca traer a la vida un pasado ya muerto. Un conservador es un ser civilizado que aborrece el desorden, prefiere los cambios graduales a las revoluciones, admite nuestras fallas morales y no pretende erradicarlas sino atenuarlas, y observa el carrusel de la historia con ojos escépticos, sin aguardar demasiado de sus desenlaces pero sin suponer que lo peor es inevitable. Como conservador genuino Borges fue anticomunista y antifascista y admitió la democracia como el menor de los males, dadas las alternativas.
El escepticismo de Borges cubría mucho más que la política y los ajetreos de la existencia común, y permeó mucho de lo que escribió. Reconozco que siento una predilección espiritual por esa manera de ver las cosas, aunque por temperamento y carácter no me sea normalmente fácil asumir tal postura ante la vida. Suerte la de Borges, quien supo dar amplio espacio a la ironía, el humor y el sarcasmo frente a la inacabable comedia humana.
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