Los escritores y el poder: veamos un caso elocuente
Elias Pino Iturrieta
EL NACIONAL
Nadie aprende de la experiencia ajena, dice el refrán. Sin embargo, el recuerdo de sucesos que son esencialmente escandalosos, y que han sucedido en latitudes que no son extrañas en épocas que no son remotas, puede arrojar luz sobre aprietos del futuro, ocurridos en otros lugares, que necesitan el acicate de una memoria dispuesta a utilizarlo. De allí la referencia a la situación de los escritores mexicanos frente al régimen de Gustavo Díaz Ordaz, en 1969, que hoy se hace aquí para ver si deja beneficios. La información se toma de una muestra publicada hace poco por Guillermo Sheridan en la revista Letras Libres.
Díaz Ordaz gobernaba el México de cercanías olímpicas, contra las cuales conspiraba el descontento de los estudiantes frente al crecimiento de la autocracia. El secretario de Gobernación era Luis Echeverría, futuro presidente. Resolvieron detener a toda costa la creciente ola de incomodidad, que traspasaba los límites de las protestas corrientes, empeño en el cual llegaron al extremo de consumar la matanza de jóvenes en Tlatelolco. Después del episodio ordenaron una represión de carácter general que detuvo las manifestaciones de indignación, pero que dejó testimonios de rechazo y apoyo de parte de los intelectuales más destacados. La correspondencia que entonces cruzan dos cumbres de la escritura en lengua española, Octavio Paz y Carlos Fuentes, que debemos a la recopilación de Sheridan, un autor que, por fortuna, no deja de meter el dedo en llagas dolorosas, ilustra con creces sobre el asunto.
Acerca de la vigilancia que entonces se realiza contra los intelectuales sospechosos de disidencia habla Fuentes a Paz. Asegura que los espías del régimen “rondan las casas” de Rosario Castellanos y de Fernando Benítez, quienes han declarado contra la pavorosa matanza; mientras hacen llamadas a media noche para interrumpir con amenazas el sueño de otros autores que estaban indignados por lo sucedido. La situación llega al extremo de que se pretenda impedir la entrada de Paz a París, escala del itinerario que realizaba después de renunciar a su cargo de embajador en la India porque le espantaba la idea de permanecer en la nómina oficial después del baño de sangre. Lo curioso del punto radica en el hecho de que fuera el destacado historiador Silvio Zavala, autor de importantes volúmenes de historia de América, quien propusiera a las autoridades mexicanas el designio de entorpecer el viaje del poeta.
La posición de Zavala no fue insólita. De acuerdo con las misivas que ahora leemos, un elenco de autores que formaban parte esencial del trabajo intelectual lo acompañaron como puntales de la opresión. En la cabeza de la nómina de ese repertorio estaban, “secundados por algunos locutores de televisión”: Martín Luis Guzmán, “un pobre enano momificado”, Juan José Arreola, Jaime Torres Bodet y Salvador Novo, a quien mis compañeros mexicanos de entonces llamaban Nalgador Sobo. Lograron atraer la compañía de otros colegas de relevancia, como Arturo Arnáiz, Gorostiza en silla de ruedas, Rufino Tamayo y, en alguna ocasión, Juan Rulfo, quienes participaron en actos públicos como acompañantes de Luis Echeverría. Veamos ahora la nómina de los disidentes, a quienes segregaban y sometían al vilipendio: Octavio Paz, Carlos Fuentes, Fernando Benítez, Rosario Castellanos, Arnaldo Orfila, Gabriel Zaid, Vicente Rojo, Luis Buñuel, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Luis Villoro, Daniel Cosío Villegas, Ramón Xirau, Carlos Monsiváis, José Revueltas, José Luis Cuevas, Jesús Silva-Herzog, Ricardo Guerra, Gastón García Cantú, Víctor Flores Olea, Julio Scherer y Manuel Becerra Acosta. Una lista brillante, como lo era también la de los perseguidores, si nos atenemos al contenido de sus obras.
Ante la profundidad de la arremetida, capaz de llegar a una esperada extralimitación, Carlos Monsiváis, dice Paz, tiene la idea de iniciar una cruzada de rescate de la literatura nacional que empezara por la defensa de los poemas de sor Juana. Fuentes llega a escribir así: “Yo me siento habitante de la Italia de Mussolini o de la Alemania de Hitler, primeras épocas”. Yo me conformo con repetir la historia, por lo que le pueda reflejar en algún rincón de nuestro espejo.
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