Apuntes en torno al extremismo político (y III): Chavismo, poscomunismo y amenazas a la democracia liberal
M. A. MARTINEZ MEUCCI
En el artículo anterior comentábamos cómo
el chavismo ha sido un fenómeno político cambiante a lo largo del
tiempo, asumiendo rasgos distintos en el transcurso de varias etapas.
Afirmábamos también que, a pesar de lo anterior, siempre se han
mantenido constantes algunos de sus rasgos más característicos: su
raigambre vinculada a la doctrina marxista-leninista (y por ende a la
actitud de los “revolucionarios profesionales”) y su carácter
antiliberal y antirrepublicano. Ahora bien, en la etapa actual parece
estarse haciendo evidente, tanto dentro como fuera del país, la
vinculación del régimen con actividades de corte esencialmente
delictivo. ¿Cómo afecta esta tendencia la naturaleza más profunda del
régimen? ¿Constituye una desviación de la misma o, por el contrario,
revela su verdadera índole?
Luego de haber repasado en una primera
entrega el significado de la revolución dentro del extremismo político
moderno, y de haber comentado en un segundo artículo el carácter
particular de lo que el chavismo ha sido hasta ahora, nos interesa en
esta tercera entrega explorar la siguiente idea: los actuales vínculos
entre el chavismo y el crimen organizado no constituyen un fenómeno
aislado con respecto a la evolución que el extremismo político ha
experimentado durante las últimas décadas.
Lo primero que cabría señalar en este
sentido es que el extremismo político siempre ha existido, aunque no
siempre se haya manifestado del mismo modo. Las diversas formas de
expresión y materialización del extremismo político dependen tanto de a)
las ideas y creencias de sus partidarios como de b) sus capacidades
para la acción.
Con respecto a las ideas y creencias
sobre las cuales se sustenta el extremismo político es preciso señalar
que éste, durante los albores de la Modernidad y en tiempos de la
Reforma y la Contrarreforma, conllevaba un matiz claramente religioso.
Particularmente los calvinistas se configuraron como grupos políticos
expresamente orientados a la reforma completa y radical de las
sociedades de su tiempo. Ya para el siglo XVIII esta actitud daría paso a
un extremismo cada vez más laico, vinculado con la idea de revolución y
a esos esquemas de pensamiento que pasaríamos a conocer como
ideologías.
Ya a partir del siglo XIX, y sobre todo
en el siglo XX, las ideologías se constituirían en el eje del extremismo
político a nivel mundial. En un momento dado cierta tradición liberal,
pero sobre todo más adelante el comunismo, el nacionalismo y el
fascismo, entendidos como conjunto de ideas y creencias preordenadas
acerca de la realidad política y social, se constituyeron como los
verdaderos articuladores de diversos programas de acción política que
llegaron a destacar por su particular propensión a la violencia. Las
ideologías, entendidas como esquemas rígidos de razonamiento e
interpretación de la política, finalmente facilitarían la irrupción de
diversos movimientos populistas, el auge de los totalitarismos, dos
guerras mundiales y una multiplicidad de conflictos bélicos que hicieron
del siglo XX una centuria particularmente sangrienta.
Con el paso del tiempo y tras millones de
muertos, las democracias proliferaron paulatinamente en todo el
planeta, mientras las ideologías parecieron ir perdiendo su fuerza
privilegiada como articuladoras de la comprensión del mundo. Desde la
década de los años 60, diversos autores comenzaron a hablar del “fin de
las ideologías”, y más adelante los postmodernos acuñarían la tesis del
“final de los metarrelatos”, esas grandes interpretaciones racionales y
extremadamente coherentes acerca de la complejidad de la realidad social
y política. La caída de la Unión Soviética, a finales del siglo XX,
contribuyó a reforzar estas interpretaciones, las cuales parecen contar
con un buen asidero: ciertamente, todo pareciera indicar que vivimos una
época en la cual las motivaciones y narrativas que caracterizan a las
diversas formas de extremismo político lucen más fragmentarias y menos
organizadas. Lo que predomina hoy es una mezcla de ideologías, creencias
religiosas y pulsiones identitarias locales.
Esto no quiere decir que las ideologías
hayan desaparecido por completo. Éstas continúan siendo vehículos
relevantes para la movilización de determinados grupos minoritarios pero
políticamente muy motivados. No obstante, lo característico de nuestro
tiempo es la presencia de discursos e idearios “híbridos”, por así
llamarlos. El marxismo-leninismo, por su parte, funge en cierta medida
como una suerte de lingua franca que facilita algún grado de
identificación entre grupos heterogéneos, a menudo extremistas, que a lo
largo del mundo desafían al statu quo demoliberal en los
planos nacionales y en el internacional. Este carácter cultural e
ideológicamente híbrido con el que parecen contar las nuevas formas de
extremismo político está propiciado, entre otras cosas, por un acceso
cada vez más extenso a una cantidad cada vez mayor de datos,
informaciones e ideas.
Pero el extremismo también ha variado en
lo que respecta a sus capacidades, las cuales se han visto incrementadas
con los avances de la técnica y la organización social, todo ello en un
contexto general donde los modos burocráticos y profundamente
jerarquizados que predominaron durante el siglo XX van dando paso a
formas de organización mucho más reticulares y flexibles. Estas nuevas
estructuras o plataformas para la acción colectiva, que se arman y
desarman con cierta facilidad, no sólo operan en los nuevos patrones de
funcionamiento de empresas, agrupaciones ciudadanas y organizaciones
políticas, sino también, por ejemplo, en los carteles del narcotráfico,
las asociaciones mafiosas y los grupos terroristas. Tales estructuras
amenazan la organización burocrática tradicional del Estado moderno y
son capaces de permearlo, pudiendo fusionarse con él, e incluso, llegar
al extremo de manejarlo.
Todo sumado, esta variación en las
diversas formas de extremismo político (tanto en la naturaleza de sus
ideas y creencias como en sus capacidades) no obedece a un único patrón.
De hecho, tiene cursos de acción distintos, dependiendo de si se
desarrolla en el seno de democracias liberales o si lo hace en regímenes
no democráticos (sean éstos autoritarios competitivos, autoritarios
hegemónicos y/o post-autoritarios). Igualmente, su funcionamiento
variará dependiendo de si tiene lugar en estados bien constituidos o si
acontece más bien en estados fallidos o frágiles. El resultado es un
mundo mucho más fragmentado que el del siglo XX, sometido a lógicas y
procesos más rápidos y menos claros, y la proliferación de amenazas no
convencionales para las democracias liberales y la estabilidad global.
En función de todo lo anterior, es
posible señalar algunos aspectos importantes con respecto a las
mutaciones que ha venido sufriendo el chavismo, como movimiento y
régimen político extremista. Si bien sus raíces están en la fusión de
cuadros militares con actores políticos de la vieja izquierda
revolucionaria, entroncando, por lo tanto, con esos fenómenos políticos
típicos del siglo XX, su naturaleza antiliberal y extremista se ha
manifestado de diversos modos con el paso del tiempo, en estrecha
relación con las nuevas tendencias y procesos globales. En el extremismo
político del cual hace gala el régimen chavista confluyen hoy los
sofisticados mecanismos de control político empleados por los
autoritarismos competitivos, un sistema de alianzas y nexos de
cooperación con toda clase de actores antiliberales en el mundo entero y
la inserción (con fines que oscilan entre lo político y lo puramente
lucrativo) en múltiples tramas del crimen organizado transnacional, las
cuales van desde el contrabando y el lavado de dinero, hasta el
narcotráfico y el ciberterrorismo. En otras palabras, lejos de
constituir un fenómeno político puramente “endógeno”, el chavismo ha
demostrado, a lo largo de sus más de dos décadas de existencia, estar
profundamente vinculado con tramas y lógicas de carácter transnacional.
Esta profunda imbricación criminal con densas ramificaciones y nexos transnacionales sólo es posible en un Estado outlaw,
forajido y/o fallido, progresivamente desconectado de las normativas
internacionales e indiferente ante las presiones y demandas
democráticas. Esto es particularmente factible en sociedades
desarticuladas y postotalitarias, donde las instituciones no existen o
fueron puestas al servicio de la dominación absoluta. El territorio bajo
su control se convierte así en una plataforma ideal para todo tipo de
actividades ilícitas, la meca de la delincuencia organizada, y como tal
tenderá a ser protegido por actores estatales que también se encuentren
implicados en este tipo de actividades. Al reorientarse progresivamente
la maquinaria estatal hacia fines y actividades delincuenciales con
multimillonarias tasas de retorno, la población se convierte en mero
sujeto de explotación, conglomerado superfluo o amenaza, razón por la
cual sólo se procura someterla o expulsarla. Se trata de una lógica pura
de explotación de los recursos que prescinde absolutamente de los seres
humanos, al punto de propiciar incluso su muerte por inanición. No
comprender esto implica arar en el mar a la hora de intentar plantarle
cara a semejante amenaza.
Los extremistas políticos del mundo,
unidos por su común aversión a los modos e instituciones de la
democracia liberal, encuentran así razones para cooperar, a pesar de
manejarse desde ideas y creencias que resultan a menudo totalmente
heterogéneas. Las fronteras entre lo político y lo puramente criminal,
entre lo ideológico y lo pragmático, entre lo nacional y lo extranjero,
se hacen cada vez más difusas. Y dadas tanto la velocidad como la
opacidad con que estos mecanismos funcionan, así como la cooperación
tácita o explícita, voluntaria o involuntaria que actores no extremistas
establecen con tales dinámicas, las sociedades y gobiernos democráticos
no suelen saber cómo ni cuándo reaccionar ante lo que a menudo ni
siquiera llegan a considerar como una severa amenaza a su integridad y
estabilidad. Frente al carácter moderado del régimen demoliberal y a la
falta de reflejos de quienes lo dan por sentado, la lógica de la fuerza
usada sin remordimientos se va desplegando con una naturalidad cada vez
mayor por parte de los extremistas políticos.
Parece entonces casi un ciclo natural, un
hecho consustancial a la naturaleza de las cosas: cada cierto tiempo
una nueva generación de defensores del orden político democrático y
liberal ha de aprender a lidiar con una o varias formas de amenaza
existencial. Responder a tales amenazas sin perder la virtud de la
moderación ameritará, invariablemente, una equilibrada combinación de
atención, conocimiento, firmeza, rapidez y precisión a la hora de
actuar; en el peor de los casos se requerirá, al decir de Maquiavelo,
“saber cómo no ser bueno”. El costo de no reaccionar a tiempo suele
resultar extremadamente alto, tal como todos deberían saber hoy en día
en Venezuela.
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