CONTRA EL ANTIPOPULISMO
DANIEL INNERARITY
Los conservadores ignoran con demasiada facilidad las asimetrías del
poder constituido y tienen demasiado miedo a las posibilidades que abre
todo proceso constituyente, cualquier intervención abierta del pueblo;
de ahí su escaso entusiasmo ante las reformas constitucionales, los
movimientos sociales, los plebiscitos o la participación en general. La
izquierda populista, por el contrario, acostumbra a sobrevalorar esas
posibilidades y a desentenderse de sus límites y riesgos. Unos dan las
alternativas por imposibles y otros por evidentes. Para los primeros,
cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento; para los segundos, la
espontaneidad popular es necesariamente buena.
Este es el marco de discusión en el que se plantea la crítica de Íñigo Errejón al reciente libro de José María Lassalle Contra el populismo (Babelia,
9 de septiembre, réplica el 15 de septiembre), quienes representan por
cierto las versiones mas liberales y mejor razonadas de sus respectivas
familias políticas. Como suele ocurrir en estos casos, tras un
encarnizado debate hay más cosas en común de las que parecen, entre
otras, una división del campo político muy binaria y antagonista (la
estabilidad frente al desorden o los de arriba contra los de abajo),
como si no hubiera otras posibilidades de plantear los términos de la
discusión. Ambos adoran el antagonismo, en el que se asientan
cómodamente para el combate político que más les conviene. Esto es lo
que explica, por ejemplo, el curioso “afecto antagónico” que se profesan
el PP y Podemos, mientras dejan fuera a todos los demás. El
antipopulismo se ha convertido en el instrumento de legitimación de los
conservadores del mismo modo que los populistas se entienden a sí mismos
como el verdadero antídoto del elitismo conservador.
Ahora bien, si algo ha tenido de bueno el populismo ha sido
cuestionar los discursos establecidos, los marcos hegemónicos que nos
obligaban a encajar en categorías demasiado rígidas. Espero que se me
permita cuestionar esta nueva división del territorio ideológico entre
tecnócratas y populistas en los que ambos se desenvuelven con excesiva
comodidad. De entrada, ¿por qué tiene que haber marcos hegemónicos?;
¿por qué esos marcos tienen que adoptar necesariamente la forma de un
antagonismo y precisamente de ese antagonismo? ¿No es cierto que la
configuración de un debate a partir de la lógica antagonista tiene una
exasperante continuidad con las clásicas trincheras ideológicas que
tanto nos desgarran y tan poco permiten abordar los problemas sociales
que exigirían, por ejemplo, un marco de juego menos competitivo? Lo peor
del debate público tal como lo padecemos es que quien critica algo es
reagrupado inmediatamente entre los siniestros defensores de lo
contrario; quien plantea objeciones al orden establecido es
necesariamente un sembrador de divisiones, quien desconfía del populismo
se erige en defensor de las peores élites… No es posible manifestar
alguna insatisfacción en relación con cómo se plantean los términos del
debate sin que eso le convierta a uno en un enemigo o, peor, en un
equidistante.
Tienen razón los conservadores cuando critican a quienes parecen considerar la democracia como una sucesión de big bangs
constituyentes, pero resulta exasperante su obsesión con la estabilidad
que, por un lado, resulta muy hiriente para quienes se encuentran en
situaciones de injusticia y desventaja, pero que además se ha revelado
paradójicamente como la mayor fuente de inestabilidad. La sociedad
democrática es un espacio abierto en el que se plantean muchos desafíos
(qué término tan recurrente a la hora de descalificar cualquier
aspiración a modificar las reglas del juego) que pretenden al menos
revisar si el modo como se ha institucionalizado la política sigue
teniendo sentido o ha generado algún tipo de desventaja injustificable.
Los que velan celosamente por el orden establecido aprovechan este
momento para argumentar que cualquier modificación debe llevarse a cabo a
través de los cauces legales establecidos, pero no nos dan ninguna
respuesta a la pregunta acerca de qué hacer cuando ese marco
predetermina el resultado (y no estoy hablando, necesariamente, de
Cataluña). La legalidad es un valor político cuando incluye
procedimientos de reforma de resultado abierto; si no, apelar a ella es
puro ventajismo.
Los populistas tienen una consideración demasiado negativa de la
política institucional y una excesiva confianza en que de los momentos
constituyentes no puede salir nada malo. Es cierto que sin la sacudida
de agitación popular nuestras democracias se cosificarían y que las
élites tienen una tentación muy poderosa de evitar que se reexaminen las
reglas del juego. Pero el populismo tiene muy poca sensibilidad hacia
las asimetrías que se producen en todo momento constituyente (donde
participan más los más activos, los que tienen más capacidad de
presionar, los más radicalizados…). Al mismo tiempo, no hay en la
producción ideológica del populismo instrumentos conceptuales que
permitan disipar la sospecha de que la futura mayoría triunfante va a
incluir a las minorías perdedoras entre quienes formar parte del pueblo.
Y no estoy hablando de intenciones, sino de conceptos y cultura
política. ¿Quién nos asegura que las nuevas élites se van a comportar
con una lógica menos excluyente que las anteriores, desde el momento en
el que se justifican por la épica apelación a la soberanía popular y no
por la prosaica defensa del orden y la estabilidad? Mientras no se
resuelva esa desconfianza, el populismo seguirá siendo poco atractivo
para aquellos sectores de la izquierda que tienen una sensibilidad
liberal.
Al final, es la igualdad democrática lo que debería preocuparnos. La
relación inestable entre poder constituido y poder constituyente, entre
las razones del orden estabilizador y las del desorden creativo, debe
entenderse como un campo de tensión cuyo objetivo final es corregir las
desigualdades manifiestas que contradicen el principio democrático de
que todos tengamos igual capacidad de influir en la configuración de la
voluntad política. Así entendidas las cosas, la función de las
instituciones políticas es asegurar dicha igualdad, impidiendo la
cosificación de las élites o corrigiendo las asimetrías en los momentos
de espontaneidad popular. Los conservadores no pueden garantizar esa
igualdad mientras no permitan procedimientos para verificarla, algunos
de los cuales les parecerán “subversivos”; los populistas practican un
elitismo invertido y donde los conservadores sostenían la inocencia de
los expertos ellos defienden la infalibilidad del pueblo. Solo quien
haya entendido que las instituciones democráticas tienen su
justificación en la igualdad y no en el mero orden o en el mero cambio
será capaz de pensar la democracia fuera del marco mental que quieren
imponernos.
Daniel Innerarity es catedrático de
Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País
Vasco. Su último libro es La democracia en Europa (Galaxia-Gutenberg).
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